El olvido que seremos.
Héctor Abad Faciolince. Seix Barral / Editorial Planeta, 2006 (p. 175, 199, 202 y 204 a 208).
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Era el 26 de agosto [1987], y la tarde anterior habían matado a mi papà.
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En 1982, pocos meses después de que yo me fuera por primera vez a vivir a Italia, y poco antes de cumplir los 61, mi papá recibió una breve carta de un secretario de asuntos laborales de la Universidad de Antioquia. En tono frío y burocrático se le informaba que debía presentarse en ese despacho para hacer las gestiones de su jubilación inmediata.
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Volvía a Medellín los lunes por la mañana, y fue en esos años sin compromisos laborales cuando dedicó todo su tiempo libre de jubilado (cuando no estaba mimando a sus nietos o cultivando rosas y amigos) a la defensa de los derechos humanos, que le parecía, además, la lucha médica más urgente de ese momento en Colombia. Quiso aplicar sus sueños de justicia en la práctica de aquello que consideraba más urgente.
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Observaba con detenimiento las causas de muerte más frecuentes, y allí comprobaba las intuiciones sin cifras que tenía tan solo mirando lo que pasaba y oyendo lo que le contaban: en Colombia crecía de nuevo la epidemia cíclica de la violencia que había azotado el país desde tiempos inmemoriales, la misma violencia que había acabado con sus compañeros de bachillerato y que había llevado a la guerra civil a sus abuelos. Lo más nocivo para la salud de los humanos, aquí, no era ni el hambre ni las diarreas ni la malaria ni los virus ni las bacterias ni el cáncer ni las enfermedades respiratorias o cardiovasculares. El peor agente nocivo, el que más muertes ocasionaba entre los ciudadanos del país, eran los otros seres humanos. Y esta pestilencia, a mediados de los años ochenta, tenía la cara típica de la violencia política. El Estado, concretamente el Ejército, ayudado por escuadrones de asesinos privados, los paramilitares, apoyados por los organismos de seguridad y a veces también por la policía, estaba exterminando a los opositores políticos de izquierda, para "salvar al país de la amenaza del comunismo", según ellos decían.
Su última lucha fue, pues, también una lucha médica, de salubrista, aunque por fuera de las aulas y de los hospitales. Permanente y ávido lector de estadísticas (decía que sin un buen censo era imposible planear científicamente ninguna política pública), mi papá contemplaba con terror el avance progresivo de la nueva epidemia que en el año de su muerte registró cifras por homicidios más altas que las de un país en guerra, y que en los primeros años noventa llevó a Colombia a tener el triste primado de ser el país más violento del mundo. Ya no eran las enfermedades contra las que tanto luchó (tifoidea, enteritis, malaria, tuberculosis, polio, fiebre amarilla) las que ocupaban los primeros puestos entre las causas de muerte en el país. Las ciudades y los campos de Colombia se cubrían cada vez más con la sangre de la peor de las enfermedades padecidas por el hombre: la violencia. Y como los médicos de antes, que contraían la peste bubónica, o el cólera, en su desesperado esfuerzo por combatirlas, así mismo cayó Héctor Abad Gómez, víctima de la peor epidemia, de la peste más aniquiladora que puede padecer una nación: el conflicto armado entre distintos grupos políticos, la delincuencia desquiciada, las explosiones terroristas, los ajustes de cuentas entre mafiosos y narcotraficantes.
Para combatir todo esto no servían vacunas: lo único que podía hacer era hablar, escribir, denunciar, explicar cómo y dónde se estaba produciendo la masacre, y exigir al Estado que hiciera algo por detener la epidemia, teniendo sí el monopolio del poder, pero ejerciéndolo dentro de las reglas de la democracia, sin esa prepotencia y esa sevicia que eran idénticas a las de los criminales que el Gobierno decía combatir.
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Desde 1982 (aunque la fundación del Comité había ocurrido varios años antes), hasta la fecha de su asesinato, en 1987, trabajó sin descanso en el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia, que presidía. Luchaba contra la nueva peste de la violencia usando la única arma que le quedaba: la libertad de pensamiento y de expresión: la palabra, las manifestaciones pacíficas de protesta, la denuncia pública de los violadores de los derechos de todo tipo. Mandaba sin pausa, y la mayoría de las veces sin respuesta, cartas a los funcionarios (presidente de la República, procurador, ministros, generales, comandantes de brigadas), con nombres propios y casos concretos. Publicaba artículos en los que señalaba a los torturadores y a los asesinos.
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No denunciaba solamente al Estado y cerraba los ojos ante las atrocidades de la guerrilla, como algunos dijeron. Si se revisan sus artículos y sus declaraciones se verá que abominaba el secuestro y los atentados indiscriminados de la guerrilla, y que también los denunciaba con fuerza, e incluso con desesperación. Pero le parecía más grave que el mismo Estado que decía respetar las leyes fuera el que se encargara o encargara a otros matones a sueldo (paramilitares y escuadrones de la muerte) de hacer la guerra sucia.
1. Haz un resumen del texto.
2. En algunos paises (y de forma especial en América latina), los asesinatos de personas defensoras de derechos humanos en ocasiones han alcanzado cifras muy elevadas. ¿Qué circunstancias explican, en general, esta triste realidad? ¿Y de forma más concreta en Colombia?
3. En la actualidad, ¿en qué países del mundo es más peligroso ser un defensor de los derechos humanos?
4. ¿Estás de acuerdo con esta frase de Thomas Hobbes, "El hombre es un lobo para el hombre"?
5. En caso afirmativo, ¿crees que esta idea es compatible con la existencia, al mismo tiempo, de la solidaridad humana, y que el reto, es que de las dos tendencias consigamos imponer la segunda?
6. Ante situaciones de graves atentados contra los derechos humanos, ¿és fàcil que surjan personas como Héctor Abad Gómez, capaces de jugarse la vida en defensa de estos derechos?
7. Ante los abusos del estado, ¿sólo está justificada la denuncia y oposición pacíficas? ¿La violencia del Estado podria justificar la violencia de grupos opositores? ¿Cuales son los riesgos de optar por esta via? ¿Cuál es la lección de Colombia?
8. ¿Crees que en casos como el de Héctor Abad Faciolince es necesario que existan cronistas que nos recuerden lo ocurrido? ¿A quién beneficiaria, el olvido de estas historias?