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Habíamos llegado al término del viaje: el infierno
Fania Fenelon
(con la colaboración de Marcelle Routier).
Fania Fenelon estuvo internada en Auschwitz-Birkenau y Bergen-Belsen, sobrevivió gracias a los mejores tratos que recibió como integrante de la orquesta de mujeres de
Auschwitz-Birkenau
Tregua para la orquesta. Noguer, 1981 (p. 33, 35, 39, 38, 179, 227, 263, 264, 360)

Pasamos al tatuaje. Indiferente, observo cómo se forma mi matrícula en el antebrazo izquierdo: 74862.

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Habíamos llegado al término del viaje: el infierno.

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El aire glacial nos deja sin respiración. Mis pies desnudos se contraen dentro de aquellos zapatones de hombre, desaparejados: uno amarillo, el otro negro: un botín y un zapato bajo sin cordón, número 42, yo calzo el 34. ¿Cómo marchar en fila, seguir un ritmo con aquello en los pies? Me invade una nueva angustia; caminar es vivir; rezagarse o caer, es la muerte. Contemplo con odio ese lodo de Auschwitz en el que me hundo, esta tierra arcillosa que jamás se seca, ni en pleno verano.

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La barraca de las letrinas... ¿a quién se le ocurrió semejante lugar? Un techo sobre una pared de tablas en torno a un enorme agujero cavado en la tierra, de una profundidad que calculo de unos diez metros, rodeado por un borde irregular de gruesas piedras. Aquella inmensa cloaca en forma de embudo está cercada con barras de madera. Apenas se abre la puerta, las chicas, rompiendo filas, se precipitan para sentarse sobre esos barrotes con las nalgas al aire. Algunas disentéricas no llegan hasta el agujero y se aligeran allí mismo bajo los golpes e insultos de las 'blockovas' de las letrinas. Yo observo, acecho, no debo perder detalle de todo aquel apestoso horror: son una cincuentena agarradas a esos palos, apretadas unas contra las otras como viejas gallinas enfermas, esqueléticas, temblorosas, encaramadas sobre las estacas enlodadas. Las que tienen las piernas largas llegan al suelo con la punta de los pies, pero las otras, las pequeñas, las de piernas colgantes de las que formo parte yo, deben aferrarse con ambas manos a la barra redonda y resbaladiza. ¡Caer en la fosa sería una muerte horrible!

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Las mujeres de la 'coja' de enfrente nos observan a Clara y a mí con frialdad. No representamos nada para esa hilera de cráneos mancillados diversamente, coloreados por un musgo de cabellos más o menos corto. Sus manos descarnadas como patas de pájaro, se agarran al bastidor de madera de la coja; en las órbitas los ojos relucen como llamas de bujías colocadas en el fondo de los cráneos por no se sabe qué demoníaco aquelarre. Las miro y me invade la angustia: ¿dentro de cuánto tiempo seré como ellas?

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Se acelera el ritmo de las selecciones, el taller de la muerte funciona a pleno rendimiento, un hollín grasiento se nos pega a la piel. Las mujeres nos cuentan que los cadáveres se amontonan junto a los bloques, los hornos no pueden absorberlos. Prioridad para las recién llegadas, pues ellas están vivas, mientras que las de aquí pueden esperar. Nos dicen que entre los cadáveres a veces se ve una mano, una pierna que se mueven. Desearíamos taparnos los oídos, pero escuchamos con una avidez malsana.

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Abren las puertas de los vagones; caen mujeres, hombres. niños... pocos se levantan. Algunos salen gritando, saltando por encima de los muertos. Los transportes, al parecer, tardan varios días, permanecen retenidos en las vías muertas, para dar prioridad a los convoyes militares. Los deportados que acaban de llegar han tardado doce días. Doce días sin aire, sin comer, sin beber.

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Los transportes llegan de Hungría sin parar: las cámaras de gas, los hornos crematorios están abarrotados, y no logran absorver la cantidad de cadáveres que se les ofrecen. Nos envuelve una espesa humareda que oculta el sol, y su olor repulsivo de carnuza chamuscada asfivia.

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Es ya tarde, pero aún no lo bastante temprano como para que amanezca y la rojez del cielo es cada vez más intensa.
¿Qué pasa? ¿Se está quemando el campo? No, nos comunican el origen de las llamas: una fosa atestada de húngaros gaseados, ha sido copiosamente regada con gasolina y le han prendido fuego. Por la mañana el cielo sigue rojo, es que han ardido durante toda la noche.

Durante este período del verano del 44, 250.000 judíos húngaros fueron exterminados en Birkenau.

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Algunos días más tarde, yo también cojo el tifus. (...) mi cabeza me estalla, mi cuerpo tiembla, mis intestinos, mi vientre, me hacen un daño horroroso; una disentería abominable. Soy una bestia enferma que yace sobre sus propios excrementos.