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La mujer en el siglo XX
Julián Marías.
Alianza Editorial. Madrid, 1980 (p. 19, 32, 43)
Pensemos en la actitud de las feministas. Tienen la impresión de que la condición de la mujer ha sido horrible en todas las épocas; que ha estado oprimida y ha sido más o menos esclava. Quizá quieren decir que si ellas hubieran vivido en aquellas condiciones lo hubieran encontrado horrible; se hubieran sentido oprimidas; se hubieran mirado como esclavas. Nada hay que objetar. Ahora, que las mujeres del siglo XIII encontraran tan horrible lo que les pasaba, esto habría que averiguarlo; las mujeres del tiempo de Cervantes ¿estaban oprimidas? Algunas sí, otras dirían que no.

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No se olvide que eso que se llama, con cierta vaguedad, «feminismo» tropezó con la hostilidad de muchos hombres, pero mucho más de las mujeres. Ese poner en cuestión la condición femenina, ese hacer sentirse a las mujeres inquietas respecto a su condición de mujeres, producía una irritación considerable. Sin perjuicio de que la situación fuera desfavorable, insuficiente, inadecuada; de que las mujeres tuviesen tales o cuales quejas concretas respecto a su situación. Lo que pasa es que en la época que estamos examinando había reglas de juego; si no las hay, no hay juego.

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En el siglo pasado, los papeles estaban muy bien definidos. Había hombres, había mujeres. La vida humana transcurría según dos pautas bien diferenciadas y coordinadas, y había lo que podríamos llamar «esferas de influencia» reconocidas.

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Algo parecido ocurría con las influencias respectivas de hombres y mujeres. Sí, claro -se dirá-, pero las mujeres estaban reducidas a las «3 K» de Guillermo II ("Kirche, Kinder, Küche", iglesia, niños, cocina). Pero ¿es que esto era verdad? No, era una boutade de Guillermo II, y lo dijo precisamente porque no era verdad;  si hubiera sido verdad no lo hubiera dicho, no hubiese sido necesario.

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Es evidente que la estructura social del mundo europeo ha dependido de la existencia de criados, y lo más gave socialmente que ha pasado en estos decenios últimos ha sido la desaparición de las criadas. A veces he dicho que ese es el tema de nuestro tiempo, del nuestro, que no es 1923, cuando Ortega publicó su famoso libro. Mejor dicho, ha sido el tema del tiempo que pasó hace cosa de quince años. Ya ha desaparecido hasta como tema.

Con graves consecuencias, que no hemos empezado siquiera a investigar, porque hay otras cosas más espectaculares. Pero más importantes que esta, socialmente, pocas. Es evidente que la estructura de la familia, su tamaño, los aspectos profesionales, las relaciones de los padres con los hijos y del matrimonio entre sí, el número de hijos, la permanencia en la casa de los abuelos, el empleo del tiempo, la administración del ocio, todo esto está condicionado en inmensa proporción por la desaparición del servicio doméstico.

Y entiendo por servicio doméstico el tradicional, con la criada interna, que vivía en casa, que amanecía y anochecía en casa; que tenía una jornada ilimitada aunque no fuese demasiado larga, aunque tuviese largos periodos de descanso; que tenía una dimensión de quasi-esclavitud, sin duda; que tenía otra dimensión de explotación; que tenía otra de adopción familiar, de participación en la vida de la familia, de ascenso social, de educación: una larga serie de cosas buenas y malas.

¡A cuántas criaditas he enseñado yo a leer y a escribir, cuando era niño, en la casa paterna -y materna, claro-, con cuántas he asado castañas y patatas!