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El
humor de los niños
Mario
Satz [Cómo desarrollar el sentido del humor. Paz Torrabadella y
José Corrales. Océano. Barcelona, 2002]
En el famoso cuadro
de Pieter Bruegel el Viejo llamado Ludus puerorum, en el que niños
y jóvenes juegan en una calle europea del siglo XVI, vemos hasta
qué punto el humor por ellos desplegado es dinámico, abierto,
espontáneo y sin embargo capaz de trazar sus propias reglas. En
el lenguaje alquímico al que Bruegel tanto debía, ese cuadro
particular se opone a las tantas y tantas Melancolías que
por la época se pintaban y que hoy, en términos psicológicos,
sería tomada por la depresión corregida o a punto de corregir
por el desenfado infantil, ya que —y lo dijo el mismísimo Jesús—
para entrar al Reino de los Cielos (Lucas, 18:17) hay que ser como niños:
«De cierto os digo que el que no recibe el Reino de Dios como un
niño no entrará en él». En primer lugar porque
para ingresar a ese Reino, el Paraíso, espacio inocente y fresco,
es preciso carecer de sentimiento de culpa y sentimientos de vergüenza,
que, recordemos, son las emociones que experimentaron según el mito
bíblico Adán y Eva antes de ser expulsados al mundo del dolor
y del trabajo. De donde si la civilización comienza por lo serio,
sólo por lo cómico parece recuperarse la naturaleza o, cuando
menos, parte de ella.
De ahí que
a Jesús le pareciera lógico que para retornar —más
allá del sufrimiento de tener que ganarnos el pan con el sudor de
nuestras frentes— a la condición adámica o primigenia el
ser humano debiera, en cierto modo, volver a la infancia, con su desparpajo,
su verborrea incontrolada y —sobre todo— su ánimo ingenuo y su espontaneidad
corporal.
Por otra parte, la
equivalencia entre la travesura infantil y el chiste adulto parece bastante
clara y exacta, por cuanto en ambos casos se trata de una transgresión
que fuerza o propone un regreso de lo rígido y establecido a lo
espontáneo y sin sentido, un retorno de la cultura a la naturaleza,
o bien un descenso de la boca al trasero, de la palabra al pedo. Por la
travesura el niño incursiona en lo prohibido, así como por
la broma o el chiste soez el adulto cruza el límite de lo convencional.
En ambos casos, y si la travesura es inocente y el chiste ligero, se roza,
como dijo un rabino, el Paraíso, porque «todas las alegrías
provienen del Jardín del Edén, y también las chanzas,
a condición de que siempre sean dichas con regocijo verdadero».
Los niños
son torpes, se equivocan con frecuencia, lloran y ríen con facilidad.
Su mundo emocional, salvo excepciones, no está mediatizado por la
represión cultural. Deforman las palabras a gusto. Suelen reírse
porque sí y exhibir sus vergüenzas, vergüenzas que los
adultos ocultamos cada año que pasa bajo más y más
pretextos y justificaciones. Por esa lozanía, por ese no pensar
y no penar demasiado, los niños disfrutan de la vida y de sus cosas
simples más que sus mayores. Se adentran en la escatología
y la exploración de sus cuerpos sin que nadie les diga cómo
ni cuando, comparan sus órganos como quien coteja tesoros y no cesan
de sorprenderse de las cosas.
Pero es sobre todo
en su relación con lo obsceno donde mejor percibimos hasta qué
punto, risa y humor intentan, al ejercitarse, volver a la infancia. Lo
que es el trabalenguas infantil al que todos hemos jugado es, a su modo,
el chiste adulto basado en los lapsus linguae o los retruécanos
verbales; una deformación que se burla de la lógica de las
palabras, del orden sintáctico con el fin de hacer reaparecer como
por arte de magia ese otro orden subcutáneo de los cuerpos vivos
e indomables. Hay, por tanto, algo salvaje en la risa, algo muy antiguo
y a la vez muy joven.
Si nos preguntamos
qué hace reír a un niño veremos surgir la caída
del payaso, la incompetencia de un adulto ante algo que ellos harían
mejor, la torpeza en general, para no hablar de los ronquidos u otros ruidos
muy humanos. También les hacen reír la velocidad y el descontrol,
como prueban los dibujos animados. Adusta, la quietud les desagrada, ya
que ellos sólo se inmovilizan cuando se disponen a dormir. Los chinos,
que aún hoy llaman a los niños tzy, sostienen que
la principal característica de la infancia es la sinceridad, y por
ello también el desenfado, que tanto tiene que ver con la fuente
del humor. Entre los griegos se consideraba que había una relación
más que lingüística entre paigniodis, aquello
que es alegre y divertido, y el paidarión, niño o
muchacho. De hecho, la parodia, que nace del concepto griego de paidariódis,
lo que es pueril, tonto incluso, constituye una pieza clave en los mecanismos
de la risa. Y quien dice parodia dice imitación, burla, comedia
en suma. Los ingredientes básicos del buen humor. Para los hebreos
de la Biblia la figura de Isaac, el hijo tardío de Sarah, contiene
en su nombre todo lo que la risa tiene que ofrecernos, pues, en efecto,
itzjak significa «ella (su madre) se rió», expresión
que incluye, en sí misma, otras tres palabras: jok, tzaj, jai,
traducibles por: la ley que pule o limpia la vida. Así,
pues, que eso es la risa: el ejercicio mediante el cual el ser humano se
purifica de las escorias del tiempo, regresando, con frecuencia, carcajada
tras carcajada, al niño que fue para ayudar al adulto que tiene
dificultades en ser. |