Lo peor fue el silencio
Irene Vallejo. El infinito en un junco. Siruela, 2019 (1a. parte, cap. 86, p. 242 a 244)
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Lo peor fue el silencio. Entonces no había una palabra para llamarlo. Podías decir: en clase se ríen de mí. O más dramática: en el colegio me pegan. Pero eso solo arañaba la superficie de la realidad. No necesitabas rayos X en los ojos para ver formarse en la mente de los adultos un diagnóstico instantáneo: cosas de niños.
Era la revelación temprana de un mecanismo tribal, primitivo, predador. Me habían retirado la protección del grupo. Había una alambrada imaginaria y yo estaba fuera. Si alguien me insultaba o me tiraba de la silla a empujones, los demás le quitaban importancia. La agresión llegó a adquirir un aire rutinario, habitual, poco llamativo. No quiero decir que sucediera todos los días. A veces, sin saber por qué, se declaraban extraños periodos de calma, el cerrojo de la caja de los truenos permanecía cerrado durante semanas, la trayectoria de los balones en el recreo dejaba de apuntar hacia mí. Hasta que, de repente, la profesora reñía en clase a alguno de mis perseguidores, y al salir, entre la algarabía de niños impacientes por jugar, en los pasillos pintados de azul, me devolvían la humillación: empollona, hijaputa, ¿tú qué miras?, ¿quieres cobrar? Y otra vez se abría la veda.
Los perseguidores se repartían los papeles; uno era el líder, y otros sus fieles secuaces. Inventaban motes para mí; hacían imitaciones grotescas de mi aparato de dientes; me lanzaban esos balonazos cuyo golpe seco, cuyo aturdimiento todavía me parece sentir; me rompieron el dedo meñique en clase de gimnasia; disfrutaban con mi miedo. Los demás imagino que ni siquiera se acuerdan. Tal vez, escarbando en su memoria, dirían, bueno, le gastamos algunas bromas pesadas. Colaboraban precisamente así, con su indiferencia.
Durante el periodo más crudo, entre mis ocho y doce años, hubo otras marginadas; no fui la única. Una repetidora, una inmigrante china que apenas hablaba nuestro idioma, una chica exuberante con la pubertad adelantada. Éramos los ejemplares débiles de la manada, que el depredador observa y aísla desde lejos.
Mucha gente idealiza su infancia, la convierte en el territorio sobrevalorado de la inocencia perdida. Yo no tengo ningún recuerdo de esa presunta inocencia de los otros niños. Mi infancia es un extraño revoltijo de avidez y miedo, de debilidad y resistencia, de días tenebrosos y de alegrías eufóricas. Allí están los juegos, la curiosidad, las primeras amigas, el amor medular de mis padres. Y la humillación cotidiana. No sé cómo encajan esas dos partes fracturadas de mi experiencia. La memoria las ha archivado por separado.
Pero lo peor, insisto, fue el silencio. Acepté el código vigente entre los niños, acepté la mordaza. Todo el mundo sabe, desde los cuatro años, desde siempre, que chivarse está muy mal. El chivato es un cagón, un mal compañero, merece que le hostien. Lo que pasa en el patio se queda en el patio. A los adultos no se les cuenta nada -o si acaso solo lo mínimo imprescindible para que no se les ocurra intervenir-. Los rasguños me los hacía yo sola. Perdía las cosas que en realidad me habían robado y aparecían flotando en el agua amarillenta del fondo del váter. Interioricé que el único atisbo de dignidad a mi alcance consistía en resistir, en callarme, en no llorar ante los demás, en no pedir ayuda.
No soy un caso aislado. La violencia entre los niños, entre los adolescentes, se desarrolla protegida por una barrera de silencio turbio. Durante años me reconfortó no haber sido la chivata de la clase, la acusica, la cobarde. No haber caído tan bajo. Por autoestima mal entendida, por vergüenza, obedecí la norma: ciertas cosas no se cuentan. Querer ser escritora ha sido una tardía rebelión contra esa ley. Esas cosas que no se cuentan son precisamente las que es obligado contar. He decidido convertirme en esa chivata que tanto temí ser. La raíz de la escritura es muchas veces oscura. Esta es mi oscuridad. Ella alimenta este libro, quizá todo lo que escribo.
Durante los años humillantes, además de mi familia, me ayudaron cuatro personas a las que nunca he visto: Robert Louis, Michael, Jack, Joseph. Más adelante descubriría que son más conocidos por sus apellidos: Stevenson, Ende, London y Conrad. Gracias a ellos aprendí que mi mundo es solo uno de los muchos mundos simultáneos que existen, incluidos los imaginarios. Gracias a ellos descubrí que podía almacenar fantasías acogedoras y guardarlas en mi habitación interior para buscar refugio cuando allá fuera arreciase el granizo. Esa revelación cambió mi vida.
- "Lo peor fue el silencio. Entonces no había una palabra para llamarlo". ¿A qué palabra se refiere la autora?
- "Era la revelación temprana de un mecanismo tribal, primitivo, predador". ¿Qué significan estas palabras?
- ¿Alguna vez has sido espectador/a pasivo del acoso que sufría un compañero/a? Si no has reaccionado, ¿por qué crees que ha sido?
- ¿Por qué las víctimas de acoso escolar, a veces, se sienten culpables?
- ¿Por qué los acosadores excluyen del grupo a las víctimas?
- ¿Una "broma pesada" es realmente una broma, o habría que usar otra expresión? ¿Cuáles eran las bromas pesadas de las que habla la autora?
- ¿Una situación puntual de abuso se puede calificar de acoso y se tiene que denunciar desde el primer momento? ¿O es cuando se reitera, que se considera acoso y entonces se ha de denunciar?
- ¿Por qué la protagonista no pide ayuda? ¿Puede ser difícil hablar del acoso que se está sufriendo de forma que sea creíble lo que se explica?
- La persona abusadora elige la víctima en función de alguna peculiaridad suya. ¿Ser diferentes nos puede hacer más vulnerables?
- ¿Por qué, a menudo, se considera que quién denuncia el maltrato que sufre es un delator y, por lo tanto, una persona despreciable? ¿Cuál es el origen de esta creencia que favorece la perpetuación de los abusos?
- ¿Cuáles son las cuatro personas que, a pesar de ella no conocerlas, ayudaron a la autora?
- Para la autora la literatura fue un tipo de refugio. Hay personas maltratadas que no tienen ni siquiera un recurso parcialmente protector como este. Estrictamente en este sentido, ¿se podría decir que la autora, dentro de su desgracia, era afortunada?
- ¿Por qué crees que la autora, en un ensayo de 400 páginas sobre la historia de los libros, ha incluido cuatro páginas sobre el acoso escolar que sufrió?
- La autora sufrió acoso escolar alrededor de 1990. Desde entonces han pasado muchos años, se ha hablado mucho del tema, pero el acoso escolar actualmente sigue siendo una realidad y un problema grave. ¿Qué habría que hacer, para frenar los casos de acoso escolar?