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La crisis de las fotografías sobre las torturas perpetradas por militares estadounidenses sobre presos iraquíes en la prisión de Abu Ghraib se agiganta, en una imparable escalada, de consecuencias difícilmente previsibles. Cada día surge algo que empequeñece lo visto, oído y leído el día anterior. "Existen fotos mucho más duras que todas las exhibidas hasta hoy", admite Rumsfeld. Éste –además de reconocer su responsabilidad y prometer indemnizaciones– no sólo ha tenido que soportar las duras andanadas del senador demócrata Ted Kennedy, sino también las implacables acusaciones procedentes de su propio partido. Nada menos que el presidente del comité de las Fuerzas Armadas del Senado, el republicano John Warner, ha dicho que las actuaciones ya demostradas constituyen "una aterradora ruptura de la conducta y los reglamentos militares, totalmente inaceptable". El candidato presidencial demócrata, John Kerry, ha apuntado aún más arriba: "EE.UU. no necesita un nuevo secretario de Defensa. Necesita un nuevo presidente".
Pero corremos el riesgo de que esta tormenta política –con toda su carga explosiva, máxime a medio año de las elecciones presidenciales– nos nuble el más importante significado de los hechos. Los hechos que estamos viviendo, mucho más que una crisis política, significan una gravísima crisis de derechos humanos. Si estas fotos nos mostraran a torturadores congoleses o tailandeses haciendo exactamente lo mismo, diríamos: "Ya se sabe, la conocida barbarie africana o asiática, una vez más". Pero estas fotos nos muestran a torturadores estadounidenses y británicos. Pequeño detalle, que vuelca patas arriba tantos estereotipos de nuestra tranquilidad moral.
¿Qué significa todo esto? Varias cosas. Significa, en primer lugar, que nos hallamos ante una realidad que puede resumirse en estas cuatro palabras: la tortura está ahí. Sigue ahí. Siempre está, siempre sigue, en la oscuridad, en el secreto, en esas áreas subterráneas e inconfesables de la realidad humana y social. A pesar de la convención de Ginebra y del Convenio Internacional contra la Tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, suscritos ambos por casi todos los países civilizados –incluidos Estados Unidos y Reino Unido–, a pesar de esta valiosa y obligatoria normativa, también en Occidente se sigue humillando, vejando, degradando y torturando.
Significa también que la tortura constituye un penetrante veneno, que actúa como si estuviera incrustado en lo más profundo de nuestro ser. Como si nuestra naturaleza nos atara a esa forma ignominiosa de barbarie, de manera que ni siquiera las modernas sociedades democráticas más avanzadas lograran sustraerse a esa repugnante maldición.
Pero significa, sobre todo, que no debemos asumir tal azote como inevitable, sino mantener frente a esa abominable práctica una actitud beligerante. Las primeras rotundas condenas verbales de las autoridades militares estadounidenses y británicas fueron en esa dirección. Pero, hasta la fecha, no se observan las acciones punitivas suficientemente contundentes exigidas por la ley y la moral.