Tortura | > Índice de textos sobre la tortura |
Los chinos inventaron la gota de agua que te va cayendo, una a una, sobre la cabeza. En cuanto a los franceses, han inventado el silencio. Suprimen todo medio de divertirse. Ni libros, ni papel, ni lápiz; la ventana de gruesos barrotes está tapada con tablas, y sólo unos cuantos agujeritos dejan pasar un poco de luz muy tamizada.
Muy impresionado por aquel grito desgarrador, doy vueltas y vueltas como una fiera enjaulada. En verdad tengo la plena sensación de estar literalmente enterrado vivo. Sí, estoy muy solo, todo lo que me llegue no será nunca más que un grito.
[...]
Apenas llegamos,
nos hacen pasar al despacho del director, quien alardea de su superioridad
desde detrás de un mueble «Imperio», sobre un estrado
de un metro de alto.
-¡Firmes!
El director os va a hablar.
-Condenados, estáis
aquí en calidad de depósito en espera de vuestra salida para
el presidio. Esto es una cárcel. Silencio obligatorio en todo momento,
ninguna visita que esperar, ni carta de nadie. O se obedece o se revienta.
Hay dos puertas a vuestra disposición: una para conduciros al presidio
si os portáis bien; otra para el cementerio. En caso de mala conducta,
sabed que la más pequeña falta será castigada con
sesenta días de calabozo a pan y agua. Nadie ha aguantado dos penas
de calabozo consecutivas. A buen entendedor, pocas palabras bastan.
Se dirige a Pierrot
el Loco, cuya extradición había sido pedida, y concedida,
de España:
-¿Cuál
era su profesión en la vida?
-Torero, señor
director.
Furioso por la respuesta,
el director grita:
-¡Llevaos
a ese hombre, militarmente!
En un abrir y cerrar
de ojos, el torero es golpeado, aporreado por cuatro o cinco guardianes
y llevado rápidamente lejos de nosotros. Se le oye gritar:
-So maricas, os
atrevéis cinco contra uno y, además, con porras. ¡Canallas!
Un «¡ay!»
de bestia mortalmente herida y, luego, nada más. Sólo el
roce sobre el cemento de algo que es arrastrado por el suelo.
[...]
Se queda tan estupefacto
que se pone colorado y, de momento, no comprende. Pero el jefe de vigilantes,
sí. Grita a sus subordinados:
-¡Lleváoslo
y cuidadle bien! Dentro de una hora espero verle pedir perdón, arrastrándose
por el suelo. ¡Vamos a domarle! Haré que limpie mis zapatos
con la lengua, por arriba y por abajo. No gastéis cumplidos, os
lo confío.
Dos vigilantes me
agarran del brazo derecho y otros dos del izquierdo. Estoy de bruces en
el suelo, con las manos alzadas a la altura de los omóplatos. Me
ponen las esposas con empulgueras que me atan el índice izquierdo
con el pulgar derecho y el jefe de vigilantes me levanta como a un animal
tirándome de los pelos.
Huelga que os cuente
lo que me hicieron. Baste saber que estuve esposado así once días.
Debo la vida a Batton. Cada día echaba en mi calabozo el chusco
reglamentario, pero, privado de mis manos, yo no podía comerlo.
Ni siquiera conseguía, apretándolo con la cabeza en las rejas,
mordisquearlo. Pero Batton también me echaba, en cantidad suficiente
para mantenerme vivo, trozos de pan del tamaño de un bocado. Con
mi pie hacía montoncitos, luego me ponía de bruces y los
comía como un perro. Mascaba bien cada pedazo, para no desperdiciar
nada.
El duodécimo
día, cuando me quitaron las esposas, el acero se había hincado
en las carnes y el hierro, en algunos sitios, estaba cubierto de piel tumefacta.
El jefe de vigilantes se asustó, tanto más cuanto que me
desmayé de dolor. Tras haberme hecho volver en mí, me llevaron
a la enfermería, donde me lavaron con agua oxigenada. El enfermero
exigió que me pusiesen una inyección antitetánica.
Tenía los brazos anquilosados y no podían recobrar su posición
normal. Al cabo de más de media hora de friccionarlos con aceite
alcanforado, pude bajarlos a lo largo del cuerpo.