Tortura | > Índice de textos sobre la tortura |
Uno de los proyectos más sinceramente queridos y defendidos por la Ilustración europea fue la reforma de la vieja legislación penal. Un cambio radical en la mentalidad de la época había desvinculado el derecho de la teología, y la ley positiva no se consideraba ya como derivada de un mandato divino, sino producida por la voluntad humana y destinada a la consecución de la felicidad de los hombres en el marco de una sociedad más justa.A la nueva sensibilidad no podían menos que repugnarle la crueldad de las penas previstas hasta entonces por las leyes, especialmente la pena de muerte, los duros castigos corporales y, muy en particular, la institución de la tortura judicial. Como escribe Sarrailh:
Es evidente, pues, que en estos últimos años del siglo XVIII circula en el mundo de los criminalistas una vigorosa corriente de humanitarismo. No en vano Voltaire, en su Diccionario filosófico, ha condenad, la tortura, proscrita más tarde por Necker de la legislación francesa ... La España de la razón ilustrada ha seguido este movimiento de las almas sensibles. Ha querido ayudar a los reos que no son a veces más que unas infelices, lo mismo que a los mendigos, y a los desheredados de la suerte.Las ideas de Montesquieu, Rousseau y Voltaire sobre la necesidad de reformar, en este sentido humanitario, las leyes penales y procesales cristalizaron finalmente en la famosa y trascendental obra del italiano C. Beccaria Dei deliro e delle pene, publicada en 1764, y que tuvo un decisivo influjo en las concepciones juridico-penales de su tiempo; y de ahí que, aun sin ser un jurista profesional, se le considere MUY justamente como el fundador del derecho penal moderno. Fundamental fue también la obra de otro autor italiano, G. Filangieri, La scienza della legislazione, publicada en 1780 y traducida en cinco volúmenes al español entre 1787 y 1789, pero que fue prohibida por la Inquisición al año siguiente, 1790, como ya antes lo había sido la de Beccaria en 1777.También en nuestra patria se sentía la necesidad de la humanización de las leyes penales. Ya Luis Vives se había manifestado en contra de la tortura Dos siglos después, Feijoo, en su Teatro crítico universal, la rechazó en la décima de sus paradojas políticas y morales: "La tortura es medio falible en la inquisición del delito".
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Cadalso, en la segunda de sus Noches lúgubres, dedicó algunos párrafos a la tortura en las cárceles. Pero serán Jovellanos y Meléndez Valdés quienes mostrarán un mayor afán en desterrar la tortura judicial de nuestras leyes.
Jovellanos, en su obra teatral El delincuente honrado, de 1773 -dedicada a poner de relieve lo injusto de la ley vigente entonces contra los duelistas, y en la que se critica cl arcaico modo de proceder de muchos magistrados-, se refiere incidentalmente a la tortura con estas palabras: "La tortura. ¡Oh nombre odioso! ¡Nombre funesto! ¿Es posible que en un siglo en que se respeta la humanidad y en que la filosofía derrama su luz por todas partes, se escuchen aún entre nosotros los gritos de la inocencia oprimida?".
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Pero donde Meléndez Valdés expone más explícitamente su actitud ante la tortura judicial es en el discurso que pronunció al inaugurarse la Real Audiencia de Extremadura en 1791:
¡Ah! si nuestras gloriosas vigilias hiciesen con el tiempo menos dura la condición del delincuente en sus prisiones; si alcanzasen a hacer miaus común su arresto...; si lograsen desterrar, ahuyentar para siempre del templo augusto de la justicia esa práctica dolorosa, inútil, indecente, ese horrible tormento proscrito ya de todas las naciones, indigno de la honradez española, y mal traído a nuestras sabias Partidas por las leyes del imperio; si arrancasen un solo inocente del suplicio...[...]- El primer autor español que se refiere a la obra de Beccaria, aunque sin citar a su autor, es Alfonso María de Acevedo, a quien, pese a las reticencias de Tomás y Valiente, puede considerarse como el adelantado de los autores españoles opuestos al tormento. Con el fin de desterrarlo de los tribunales escribió, en 1770, su obra De reorum absolutione, en la que, con independencia de la valoración que hagamos de sus argumentos, es innegable su decidida actitud contraria a la tortura, declarando manifiestamente en ella, "que qualquier especie de tortura es contraria a los principales derechos de la naturaleza, y a los más solemnes pactos de la sociedad".
La publicación de esta obra y la posterior traducción española del libro de Beccaria (1774) provocaron la reacción de una parte de los elementos más opuestos a la Ilustración. La traducción de Dei delitti e delle pene desencadenó las iras del fraile jerónimo Fernando de Zevallos (o Cevallos, como también se le conoce), quien incluyó en el tomo V de su obra La falso filosofía (1775) un fuerte ataque contra las ideas del autor italiano con la consiguiente defensa de la tortura y de la pena de muerte.
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En el año 1774, Pedro de Castro presentó a la Academia de Historia una obra que había titulado Lo que va de Alfonso a Alfonso, con el fin de ridiculizar de este modo a Alfonso de Acevedo al contraponerlo a Alfonso el Sabio (y quizá también al teólogo y filósofo del derecho penal del siglo XVII, Alfonso de Castro). La Academia, con muy buen sentido, se negó a aprobar el reaccionario libro del canónigo, quien, no contento con el rechazo, lo presentó al Colegio de Abogados, el cual, en oposición al criterio de la Academia, autorizó la publicación cambiando solamente el detonante título de la obra, que pasó a llamarse "Defensa de la tortura".
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Pero la respuesta más extensa y mejor fundada que recibió Castro fue la que salió de la pluma del ilustre magistrado, miembro y secretario de la Real Academia Española, don Manuel de Lardizábal. Éste, tras el frustrado proyecto de reforma de la legislación penal de 1776, al que me referiré luego, publicó en 1782 su célebre Discurso sobre las penas, que es cl más importante tratado de derecho penal español del siglo XVIII.
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El resultado de los esfuerzos de Acevedo y Lardizábal -a los que debemos añadir los ya referidos de Jovellanos, Meléndez y Sempore-contribuyó en gran medida a que la pena -y la pruebadel tormento se aboliera definitivamente en España. Debe precisarse, sin embargo, que tales esfuerzos fueron eficaces más en cl plano estrictamente legal --conseguir que desapareciese de nuestra legislación-- que en el práctico, pues, como todos los autores citados reconocen, la tortura había dejado ya entonces de aplicarse en España. Faltaba solamente, por tanto, excluirla del ordenamiento legal, lo que se consiguió por fin --tras el frustrado intento de Manuel de Roda de reforma de la legislación penal, en 1776-- en la Constitución de Bayona de 1808.
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