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Y así, nos enteramos ahora, de nuevo, que la epopeya democrática de la coalición liberadora de Iraq había transformado los centros de tortura de Saddam en centros de tortura de los aliados, con los estadounidenses en primer lugar. Como siempre, Bush y Blair, como tantos otros antes de ellos, hablan de casos aislados, de personas que se extralimitaron sin que sus jefes o los jefes de sus jefes fueran responsables por ello. El mismo discurso, cínico, hipócrita o ignorante, se repite a lo largo del planeta, no sólo en los desaparecidos de Argentina o Chile o Colombia, o en los históricos calabozos de la Brigada Político-Social franquista, sino en los cientos de casos de tortura policial que Amnistía Internacional, en su informe de 2003, denuncia en 106 países, incluidas España y Francia. O los cientos de casos documentados en 2002 por la Organización Mundial Contra la Tortura (www.omct.org) que coordina los esfuerzos de 266 ONG en todo el mundo para identificar situaciones de tortura y socorrer a sus víctimas. O, tal vez, lo que pudiera haber ocurrido, en nuestra democrática Catalunya, en la comisaría de Roses en 1998, según lo que decida el tribunal en el juicio por tortura que se sigue en estos días contra seis mossos d'esquadra. Ciertamente, no es lo mismo algunos casos que miles de casos. Ni que las órdenes vengan de arriba o que se cubran los hechos desde arriba o que se repriman los hechos desde el Estado sin esperar a las denuncias o a la publicación en los medios de comunicación. No todos los gatos políticos son pardos en la noche siniestra de la tortura. Pero si el hecho mismo, aun en casos limitados, es un indicador de deshumanidad, entonces, la incapacidad de la mayoría de los gobiernos para erradicar esas prácticas se convierte en síntoma de profunda indiferencia a la erosión de los valores en que decimos fundarnos. O incluso de la relatividad de la noción de progreso en la evolución de la humanidad.
En el caso de las torturas de Abu Ghraib y otras prisiones en Iraq (pero también en Afganistán y, posiblemente, en Guantánamo y en cárceles norteamericanas), la responsabilidad institucional de los gobiernos de Estados Unidos y el Reino Unido parece más comprometida. Porque hay oficiales de diversas agencias –de la CIA, de la policía militar, de los responsables de prisiones– así como de mandos intermedios de las fuerzas británicas. Los abogados de algunos inculpados han presentado datos señalando que ellos simplemente cumplían órdenes. Más aún: parece claro que buena parte de estas operaciones sucias se han externalizado a empresas privadas de seguridad, no sometidas al control formal del ejército, pero cuyos mercenarios (como los denominan los propios medios estadounidenses) sí pueden entrar en las prisiones y proceder a los interrogatorios.
Se calcula en unos 20.000 agentes el personal de estas empresas en Iraq y su número es mucho mayor en el conjunto de los escenarios de la lucha denominada contra el terrorismo, que abarcan desde Colombia a Afganistán y Filipinas. Son carne de cañón bien pagada. Y por tanto fusibles que quemar cuando hay que largar lastre frente a la presión de la opinión pública. Pero el hecho de planificar su intervención en las operaciones de vigilancia e interrogatorio denota una política premeditada que sólo podría probarse con una investigación plena de sus acciones. Y eso es lo que ha prometido Bush, en su aparición en las televisiones árabes, en un intento fútil para reparar el enorme daño que la revelación de la tortura ha hecho a la credibilidad democrática de los coaligados de Iraq. Es dudoso que esa promesa se lleve a la práctica, pero hay que tomarle la palabra y exigirle que vaya hasta el final, como mínimo hasta Rumsfeld, que no comenta el tema y se limita a decir que con Saddam era mucho peor. En realidad, hacía meses que se conocían casos de tortura y la investigación se ha llevado en secreto mientras se producían nuevos casos, indicando que, probablemente, se trata de una práctica habitual. Sólo cuando los medios de comunicación, y en particular la cadena CBS, han sacado documentos y fotos a la luz, gracias a la estupidez sádica de quienes inmortalizan sus propias acciones depravadas, ha reaccionado la Administración estadounidense y el propio Bush. Blair todavía anda utilizando el condicional. Hasta ahora, las mentiras de los coaligados se han ido desmontando, en Estados Unidos, en Gran Bretaña, en España. Y cada nuevo paso descorre más el velo de manipulaciones con el que se ha cubierto esta guerra, haciendo de hecho el juego de Bin Laden en el mundo islámico: ni Al Qaeda, ni armas de destrucción masiva, ni democracia, ni fin de la tortura.
Aun así, se escuchan voces en los medios conservadores, que tratan de justificar los excesos de la tortura, en la guerra como en la lucha contra el terrorismo o en la seguridad ciudadana, por la prevención de males mayores mediante la información obtenida. La historia antigua y reciente de la tortura desmiente su utilidad instrumental en la mayoría de los casos.
La obtención de información o las confesiones son sobre todo pretexto para el ejercicio sádico de la violencia. Pero, fuera cual fuera esa utilidad, la cuestión esencial es saber qué se gana y qué se pierde. Torturar para prevenir el terrorismo es convertirse en terrorista. Eso es, por ejemplo, lo que hace tiempo decidieron los líderes de la derecha israelí. Y su condena es vivir, para siempre, en el terror de lo que puede pasar. Estamos (todos, en España también) en una encrucijada decisiva para aprender a combatir las amenazas de nuestro tiempo sin destruir nuestra alegría de vivir.