Introducción
Yo
había tenido ya contacto con personas que habían sido víctimas
de la tortura, miembros de la resistencia en la época de la ocupación
nazi en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial. La imagen que conservaba
de ellos era, sin duda, demasiado simple, la del héroe sin fisuras
que "durante los interrogatorios era capaz de permanecer en silencio".
En general, no solían hablar de lo que habían sufrido, y
jamás me quitaron el sueño.
Esta
vez, escribiendo este libro, las cosas fueron distintas. Sabía que
la tortura segura existiendo, pero me di cuenta de que no sólo era
el fruto de una ideología nefasta, sino que casi se había
convertido en moneda corriente en cien países del mundo.
Luego,
y esto es lo fundamental, me encontré con las víctimas, desconocidos
cuyo suplicio era aún reciente. Me sentía torpe frente a
ellos, casi indecente a veces, cuando les pedía que precisaran,
que contaran con detalles cosas horribles e indignantes.
Después,
salía a la calle, la gente iba y venía, hablaba de otras
cosas, un grupo entraba bromeando en un café. "¡Que no se
te olvide el pan!", gritaba una mujer...
Viniendo
de la oscuridad, me resultaba di difícil adaptarme a la claridad
habitual del día; para sentirme más seguro, comprobaba que
llevaba el cuaderno lleno de notas en el bolsillo.
Primer relato
[...]
Le pidieron que firmara
una confesión ya redactada. Se negó a ello con firmeza, a
sabiendas de lo que le esperaba esta vez.
Fue peor...
La paliza del primer
arresto no fue más que un adelanto de lo que pasó entonces,
y que duró largas y terribles semanas. G.K. fue encerrado en un
calabozo, y lo ataron con cuerda de fibra vegetal, que mojaban con agua
regularmente. Cuando se seca, la fibra encoge, aprieta, penetra en la piel
de las muñecas y de los tobillos, la horada hasta que la sangre
brota...
Los golpes eran
moneda corriente. Después comenzaron las sesiones de tortura con
electricidad, con alambres que le ataban a los dedos de los pies y a los
genitales, y a través de los cuales le mandaban descargas de corriente
que provocaban un dolor tal que le hacía aullar.
"El dolor, por fuerza,
después de tantos días, acabas por no sentirlo, es como si
no existiera, queda reducido, aniquilado. Pero la angustia sigue, una angustia
permanente, el miedo a lo que va a pasar y que no puedes prever. Te dices:
no me dejarán marchar, ¿cuándo llegará, pues,
el fin de este calvario? Pensaba en mi familia, en algunos momentos me
repetía con resignación que sólo se puede morir una
vez. Un consuelo ridículo..."
[...]
Segundo relato
Ellos lo saben,
los dolores físicos pasan, pero los morales hacen mucho más
daño. Entonces empezaron las torturas psicológicas.