La vacunación obligatoria es un melón que cualquier Gobierno democrático preferiría no abrir. Cuando la inmunización contra la covid comenzó, a finales del año pasado, el entusiasmo por inocularse entre la mayoría de la población era proporcional a la escasez de dosis, y las autoridades estaban más preocupadas por que no se colasen pillos a quienes no les correspondía el turno que por forzar la inyección a nadie. Pero a medida que más ciudadanos se pinchan, van llegando cada vez más viales y una variante más contagiosa se propaga, algunos países occidentales ya buscan incentivos, cuando no imponen la vacuna a ciertos colectivos, so pena de perder su empleo. Italia ha dado esta semana un paso más. Su primer ministro, Mario Draghi, aseguró el jueves que estudiará obligar a su población a vacunarse cuando la situación lo permita, lo que convertiría a su país en la primera democracia en hacerlo.
Ningún otro, por el momento, ha dado el paso de hacer obligatoria la vacunación frente al coronavirus a todos los ciudadanos. Pero 21 países de la Unión Europea exigen el certificado covid para acceder a conciertos, espectáculos, encuentros deportivos, bodas, bares o piscinas.
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Ni los incentivos ni la vacunación obligatoria son un debate nuevo ni exclusivo de esta pandemia.
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La discusión tiene tres aristas: por un lado, el encaje legal, algo que siempre se puede cambiar a voluntad de los gobernantes; por otro, si resulta ético y, finalmente, si es conveniente.
A lo último, Mohammad Sharif Razai, del Instituto de Investigación de Salud de la Población St. Georges, de la Universidad de Londres, responde que suele ser más bien contraproducente: La evidencia muestra que la vacunación obligatoria probablemente aumentará el rechazo a la vacuna y el incumplimiento de las intervenciones no farmacológicas como el distanciamiento físico, el uso de mascarillas y otras medidas.
Con respecto a la ética, Sharif, que ha escrito sobre los factores que pueden influir en las personas a la hora de aceptar las vacunas, también ve problemas: Los llamados umbrales de inmunidad colectiva son importantes, pero no sabemos qué porcentaje de la población debe vacunarse para alcanzar el umbral.
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Esta es la principal razón que esgrimen los expertos en salud pública y bioética consultados por EL PAÍS para rechazar, hoy por hoy, la obligatoriedad de la vacunación. En estos momentos, cuando la adherencia a la vacunación es tan elevada, más vale no mover lo que ha funcionado. Pero en esta pandemia tampoco se puede desechar nada. Aunque no creo que obligar a vacunar sea un elemento de urgencia del debate ahora, opina Amós García Rojas, presidente de la Asociación Española de Vacunología.
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Los expertos abogan por persuadir antes que obligar. Los antivacunas acérrimos tienen algún peso en países como Francia y Estados Unidos, pero incluso allí no dejan de ser muy minoritarios. En España son irrelevantes. A ellos será casi imposible convencerles, pero sí hay posibilidad de hacer cambiar de opinión a los dudosos, opina en un artículo de la BBC David Robson, autor del libro La trampa de la inteligencia: por qué la gente inteligente hace tonterías. Aboga por escuchar en lugar de imponer, ser respetuoso con las opiniones y temores ajenos y tratar de establecer un diálogo, en lugar de un discurso.
Robson explica la teoría de las cinco C, postulada antes de la pandemia. Es un modelo psicológico que establece cinco factores que influyen en la toma de decisiones de las personas con respecto a la salud y sobre los que se puede trabajar para declinar al mayor número de personas del lado de la balanza de la vacunación. Son confianza (en la seguridad de las vacunas, los políticos ), complacencia (si una persona considera que su salud está en riesgo), cálculo (de coste-beneficio), conveniencia (la capacidad de acceso a la vacuna) y responsabilidad colectiva (la voluntad de proteger a los demás de la infección).
¿Proteger o protegerse?
La vacunación para cualquier enfermedad, ya sea obligatoria o voluntaria, tiene fundamentalmente dos objetivos: proteger al individuo que la toma para no enfermar, o/y proteger a la sociedad con la llamada inmunidad colectiva, que se basa en que si un amplio porcentaje de la población está inmunizada, el patógeno ya no tiene por dónde circular y acaba desapareciendo. El porcentaje de personas necesarias para alcanzar este umbral depende de dos factores: la efectividad de las vacunas para evitar el contagio y la capacidad de infección del virus. Si al principio de la pandemia se pensó que con buenos medicamentos se podría lograr con un 70% de la población inmunizada, la variante delta ha disparado hoy esta cifra, que se sitúa seguramente por encima del 90%, si es que se puede conseguir con las vacunas actuales.
Íñigo de Miguel Beriain investigador de la Universidad del País Vasco, experto en Bioética, doctor en Derecho y en Filosofía, afirma que si se decidiera hacer la vacunación obligatoria habría que explicar muy bien cuál de esos dos objetivos se persigue y contar con datos fiables que avalen la decisión. Puede ser ética la obligación, pero con muchos condicionantes, sostiene. Si es para proteger a los ciudadanos que se la inoculan, como sucede con el cinturón de seguridad, habrá que estar muy seguro de que el riesgo-beneficio es favorable para todas personas que reciben la vacuna por mandato. Para la gran mayoría lo será, pero esto está menos claro conforme baja la edad y se desconoce en niños, para quienes todavía no hay aprobado un fármaco, razona.
Es precisamente este argumento el que utiliza Federico de Montalvo, presidente del Comité Español de Bioética, para defender que el debate de la obligatoriedad tendrá que llegar en un futuro no muy lejano. En España hay un 11% de la población con menos de 12 años. Para ellos no hay todavía una profilaxis y, los riesgos de enfermar gravemente o morir son tan minúsculos, que por segura que sea la vacuna el día que se apruebe, un porcentaje ínfimo de efectos secundarios graves ya situarían los riesgos por encima de los beneficios. Si vamos a vacunarlos para lograr la inmunidad de grupo, quizás tendríamos que preguntarnos si no es más ético vacunar forzosamente a los mayores que no quieren, sostiene. Beriain cuestiona también la obligatoriedad para alcanzar la inmunidad de grupo: Por un lado, no se sabe en qué punto está. Por otro, las vacunas no son 100% esterilizantes. Hay otras medidas menos invasivas de derechos que pueden dar buenos resultados para proteger al resto de la población, como pedir certificados de vacunación para ciertas actividades.