Entre 1783 y 1786 una epidemia de malaria asoló el este y el sur español infectando a un millón de personas y matando a unas cien mil. Sus primeros brotes aparecieron en Lérida en 1783.
Ante la gravedad de la situación, el gobernador conde de Lannoy y el ayuntamiento de la ciudad crearon una Junta de Sanidad con el objetivo de averiguar las causas y el tipo de enfermedad. Del trabajo de ese grupo de médicos resultó un informe donde se enumeraban nueve posibles causas de la pandemia, que, aunque no pusieron solución a la enfermedad (los primeros avances en la cura de la malaria no serían hasta 1880), si que detectaron algunos de los motivos de la expansión de esta.
Por un lado, y de la misma manera que sucede ahora, el hacinamiento fue uno de los motivos de la expansión de la malaria y el otro más importante, siempre según este informe, fue la calidad del agua. El documento, demoledor, retrataba una Lérida sucia e insalubre: Estercoleros en medio de la ciudad, cloacas a cielo abierto, sin red de agua potable, con agua sucia vendida por aguadores que la recogían de un rio contaminado por desechos de la industria olivarera, con un barrio jornalero superpoblado (el Canyeret), con cementerios interiores colapsados y malolientes en definitiva, la descripción de una ciudad sobrepoblada e insalubre.
Ciertamente, la proliferación de malaria tuvo detonantes naturales. El clima cambiante de aquellos años con ciclos de sequía e inundaciones los humedales y el calor, facilitaron que los mosquitos abundaran. Pero fue el hacinamiento y la suciedad lo que provocó una rápida propagación del paludismo.
Como decía, el informe entraba hasta en los mínimos detalles intentando buscar el motivo de la "peste" como se la denominaba entonces, llegando a observar que buena parte del vino que se comercializaba estaba adulterada con cal "para darle cuerpo", pero básicamente se centraron en tres causas principales: hacinamiento, necesidad de agua limpia y necesidad de una red cubierta de aguas negras.
Con los resultados en la mesa, Lannoy primero y su sucesor el marqués de Blondel después, pusieron en marcha en tiempo récord una serie de proyectos constructivos para paliar estas deficiencias. El más importante de todos era la construcción de un depósito de aguas con capacidad para 8677,14 m3 de agua con una red de distribución de aguas mediante canales subterráneos y fuentes que la repartía por toda la ciudad.
Las obras empezaron el 20 de marzo de 1784 y en octubre de 1787 ya estaban inauguradas. Aprovechando las tareas de construcción, se urbanizó y modernizó la zona surgida del nuevo depósito, conocida como el "pla de laigua", reubicando a parte de los jornaleros que malvivían en el barrio del Canyeret.
El agua consumida era limpia, e incluso los más pícaros conectaron con la red principal que proveía a las fuentes para instalarse agua corriente en casa. Las cloacas se enterraron, se multó el arrojar suciedades desde los balcones y, en definitiva, la higiene surgida de la combinación de una fuerte inversión en infraestructuras públicas y una legislación más dura, ayudaron a contener y evitar nuevas pandemias.