El puerto de Vigo hizo de puente entre la India y España a principios de 1833. Lejos de llegar cargados de textiles y especias hindúes, los barcos ingleses que atracaban en las costas gallegas escondían en sus bodegas la indeseable sorpresa de la cólera. En cuestión de meses, los casos aislados se conviertieron en epidemia generalizada en el territorio nacional. Y Madrid no escapó al desastre.
La víctimas se multiplicaban por cientos en la capital. En un país partido en dos Españas, -la carlista y la favorable a Isabel II- el tenso clima social y político cegó a la población en su intento de vislumbrar una causa razonable a tal desgracia. "El pueblo se ve morir con síntomas y caracteres espantosos y no puede pensar en causas patológicas", escribiría en 1870 Benito Pérez Galdós.
El 16 de julio de 1834 un bulo toma fuerza en los corrillos: la mortandad no procede del cólera, sino de un tóxico con el que ha sido contaminada el agua de las fuentes públicas. La culpa se cierne sobre los frailes, acusados de pagar a niños y mendigos por emponzoñar los caños.
Los clérigos se exculparon aludiendo a un castigo divino, pero la defensa del clero no convenció a la muchedumbre. Incapaces de entender que las aguas residuales y fecales eran el vehículo de transmisión del mal, los madrileños iniciarion una cacería por iglesias. Varios conventos fueron saqueados y pasto de las llamas.
¿Movimiento espontáneo o complot masónico?
A media tarde un franciscano fue atacado en la calle de Toledo. Poco más tarde las hostilidades alcanzaban el convento de Santo Tomás de los Dominicos. La peor parte se la llevaba San Francisco el Grande, donde perdían la vida más de 40 franciscanos.
Se decretó el estado de sitio, pero el pueblo seguía tomándose la justicia por su mano. Hasta 73 frailes perecieron a garrotazos, hachazos e incluso quemados vivos. No sería hasta días más tarde que el Gobierno pudo controlar un motín anticlerical cuyo origen divide a los historiadores ente una reacción espontánea y un complot orquestado por la masonería.