En 2021 se cumple el bicentenario de la epidemia de fiebre amarilla, que acabó con la vida de entre 18.000 y 20.000 barceloneses, que equivalían a la sexta parte de la población de Barcelona, durante los meses de agosto a diciembre de 1821. Si bien el brote inicial se produjo en Barcelona, la enfermedad también se cobró víctimas en ciudades portuarias como Tarragona, Tortosa y Palma de Mallorca. La fiebre amarilla es una enfermedad viral y contagiosa procedente de zonas cálidas, que se transmite por la picadura del mosquito aedes aegypti, y en aquella época era conocida como el vómito negro, o la plaga americana.
Debido a que los primeros afectados eran trabajadores del puerto de la ciudad, se averiguó que la enfermedad llegó a bordo del barco Gran Turco, que había llegado desde desde Cuba. Su capitán reconoció que había perdido a varios de sus marineros durante la travesía, y por lo visto al subir al barco los calafates para realizar reparaciones, fueron rápidamente atacados por el virus, muriendo poco después. A principios de septiembre las autoridades decidieron hundir los barcos sospechosos de estar infectados.
En la fase inicial de propagación de virus, la mayoría de los afectados se restringieron a la zona de la Barceloneta, pero rápidamente el brote se expandió por toda la ciudad. Cuando los primeros casos se reducían ese barrio portuario, en el que vivían personas con escasos recursos económicos, el avance de la enfermedad quedó bastante desapercibido, pero cuando afectó a las clases más pudientes enseguida cundió la alama, y se acusó de negligencia a las autoridades municipales y gubernamentales, por no haber advertido a la población, y por no haber tomado las medidas necesarias para evitar su propagación. El cruce de reproches también afectó a la clase médica, porque mientras unos defendían el origen tropical de la epidemia, otros creían que se debía a la existencia de pozos de agua contaminados, la distribución de alimentos en mal estado, o la misma suciedad que imperaba en el puerto. Esta disparidad obedecía que por aquel entonces la enfermedad era difícil de diagnosticar, y muy fácil de confundir con otras enfermedades más comunes en la época, como tifus o las fiebres asociadas a ictericia. Como suele ocurrir en situaciones de extrema gravedad, los médicos que acertadamente sostenían que la enfermedad era contagiosa, fueron acusados de alarmistas.
El alcalde José María Cabanes dEscofet que decidió permanecer en la ciudad, creó la Junta Superior de Sanidad, pero no pudo evitar que el pánico se extendiese por toda Barcelona, y los ciudadanos más pudientes se fueran a sus casas de veraneo, mientras que los más pobres se instalaron a la intemperie en las faldas de la montaña de Montjüic. Se dictaron ordenanzas que obligaban a los médicos y a los farmacéuticos a permanecer en la ciudad, y se suspendieron todas las corridas de toros, que eran los grandes acontecimientos de masa de la época.
Cada día morían cientos de personas, y para evitar la expansión de la enfermedad por toda Cataluña, la ciudad entera quedó confinada, destacándose a policías que evitaban las salidas en todos los caminos y carreteras. Este aislamiento de Barcelona, unido a la escasa movilidad interior de las personas que transportaban los alimentos a los mercados, porque estaban enfermas o porque no querían salir a la calle por miedo a ser contagiados, condujo a una escasez de víveres que agravó la situación. Además se clausuraron pozos que se sospechaba contaminados. Evidentemente ante la escasez de agua y de alimentos, y el miedo asociado a la enfermedad, se empezaron a producir importantes desórdenes públicos y saqueos de comercios y propiedades, que requirieron la movilización de una milicia de tres mil hombres, que al establecer contacto físico con portadores de la enfermedad, murieron la mitad de ellos, al margen de otros que también perdieron la vida, durante los enfrentamientos que se produjeron aquellos días.
La noticia de la epidemia de Barcelona y la gran mortandad que estaba causando, recorrió todo el continente. Vinieron comisiones de médicos de toda Europa que forzaron a cambiar las leyes sanitarias. Por su parte el gobierno francés además de cerrar la frontera, para prevenir la llegada de refugiados, emplazó a quince mil soldados a lo largo de todo el Pirineo.
Se iniciaron campañas de recaudación de alimentos y dinero para las zonas afectadas. En noviembre la epidemia gradualmente disminuyó, y con el inicio del frío invernal finalmente cesó por completo. El puerto de Barcelona se reabrió el día de Navidad. Sin embargo también en el segundo semestre de 1870, se produjo un segundo brote de fiebre amarilla en la Ciudad Condal, que esta vez se cobró la vida de 1.235 barceloneses. Evidentemente con la mala experiencia de 1821, las autoridades de la ciudad ya sabían como responder, para evitar la propagación masiva de una enfermedad que ya era conocida.