Desde que aparece la historia escrita ya hay testimonios de esas masivas enfermedades, también llamadas pestes, que causaban masivas mortandades. La Biblia ya describe en las famosas plagas de Egipto una serie de catástrofes entre las que se incluyen, sin duda, epidemias de gran virulencia. La Iliada de Homero también recoge episodios de esta naturaleza y años después se hace famosa la descripción que Tucídices hace de la peste que asoló Atenas, entre 430 y 426 a.C., durante las Guerras del Peloponeso, y que hoy se identifica con el tifus exantemático o con la fiebre tifoidea, y que acabó con el propio Pericles. También hay testimonios desde la Antigüedad de las fiebres recurrentes que podrían identificarse como el paludismo, que aún hoy es el azote de la mayor parte del África subsahariana y amplias zonas de América y Asia y que hasta hace unos cien años estuvo presente también en Europa.Tan presentes y mortíferas resultaban, así como la evidencia de su transmisión por contagio, que enseguida fue utilizada como arma de guerra por las diversas potencias conquistadoras, lanzando cuerpos muertos mediante catapultas contra las ciudades o campamentos enemigos: había nacido la guerra bacteriológica. Testimonios de sucesivas epidemias se van repitiendo a lo largo de años por parte de autores romanos, griegos, bizantinos, deduciendo a partir de los síntomas que relatan que se encontraban ante la viruela, peste bubónica, tifus, cólera y demás variadas y mortales dolencias. Más conocida era la lepra, originaria de la India y extendida por Oriente en la Antigüedad y que fue introducida en Europa por las legiones romanas, haciéndose un mal habitual en la Europa medieval, aunque no causaba grandes estragos repentinos.
Mucho más grave fue la llamada gran peste de Justiniano que causó, en tres años, unos 300.000 muertos en Constantinopla, lo que habría supuesto la pérdida de la tercera parte de su población. Ésta fue la primera gran epidemia de las que durante más de doscientos años irían llegando desde Oriente a través del Imperio Bizantino e irían afectando, en primer lugar, a la cuenca mediterránea y luego a toda Europa. Ante ellas sólo cabía rezar (se atribuían a castigos divinos por los pecados del hombre), aislar a los enfermos y la utilización de los métodos tradicionales para limpiar los aires malsanos, como la quema de maderas olorosas. Sin duda, ello no fue ajeno a la progresiva decadencia a la que se vio sometido Bizancio a partir de entonces. Sin embargo, las pestes no entendían de religiones y en 745 una nueva epidemia asoló Damasco, contribuyendo al ocaso de los Omeyas. Más tarde, a mediados del siglo XI, un nuevo flagelo pestífero sacude a Egipto y Siria, poniendo en jaque al poder fatimita.
Esta pandemia de peste bubónica tiene el triste mérito de ser la más afamada de la Historia. Sus orígenes se remontan hasta mediados del siglo XIII, a la región china de Yunnan, en donde la contrajeron los ejércitos mongoles que la habían sometido. Las pulgas portadoras de la enfermedad no sólo afectaban a las ratas, sino también a otros roedores como las marmotas, martas o zorros, cuyas pieles eran muy utilizadas por los mongoles. De esta manera habría pasado la enfermedad al ser humano y en 1331 ya se habría extendido por toda China y a Mongolia. La Ruta de la Seda habría sido el canal portador, y en 1346 ya se detecta en Crimea. De ahí la transportan los genoveses y un año después Constantinopla es asolada y desde ahí, ya con la rata negra como principal vector de transmisión, va progresando por toda Europa hasta 1354. Un tercio de los 75 millones de personas que habitaban entonces Europa falleció, causando una catástrofe social y económica. Hasta el siglo XVIII hubo nuevos brotes ocasionales, aunque ninguno tuvo la capacidad destructiva del de 1354. Como siempre, la oración y las cuarentenas fueron los métodos usuales, combinados con otros más imaginativos como el llevar plantas aromáticas, o colocar sapos o gallos desplumados junto a los bubones para que absorbiesen sus venenos.
Con la llegada de la Edad Moderna apareció una serie de enfermedades más o menos nuevas. Una fue el llamado sudor inglés, que afectaba sobre todo a varones jóvenes de buena posición. Durante muchos años se la consideró una especie de gripe; a mediados de siglo XX se atribuyó a hongos venenosos que habían infectado a los cereales y, más recientemente, se la ha clasificado como una fiebre hemorrágica. Otra epidemia que, aunque conocida desde el siglo IX, pareció expandirse súbitamente en el siglo XVI fue la difteria o garrotillo, que causaba especial mortandad entre la población infantil tras inflamarse la garganta y provocar la muerte por asfixia. Junto a estas enfermedades también se daba la mortal viruela que, aunque consolidada en Europa desde el siglo VI, tuvo especial gravedad al ser llevada por los europeos a todo el mundo, a través de sus expediciones descubridoras del siglo XVI.
A finales del siglo XV, una nueva epidemia apareció: la sífilis. Aún se discute si sus orígenes se encuentran en los territorios americanos recién descubiertos por Colón, o si bien ya estaba latente en Europa. Sin embargo, a diferencia de las anteriores que amenazaban por igual a todo ser humano, que eran ciegas e inevitables, la nueva epidemia enseguida se demostró asociada a la práctica sexual, por lo que adquirió un tinte de claro castigo divino ante las prácticas conscientes e inmorales de promiscuidad. En este aspecto, el sida guarda un claro paralelismo con ella.
El apogeo del comercio y los inicios de la industrialización al comienzo del siglo XIX desencadenaron un rápido crecimiento urbanístico. Éste no fue acorde con mejoras en la higiene pública, por lo que junto a la elevada concentración de habitantes en las abigarradas ciudades y a la pobre alimentación de gran parte de sus habitantes, se creó un perfecto caldo de cultivo para que viejas enfermedades encontrasen ahora un magnífico campo de contagio y expansión. Entre ellas, aparece con inusitada fuerza la tuberculosis, también llamada peste blanca, que padeció preferentemente la clase obrera, dadas sus duras condiciones de vida y trabajo, en particular el hacinamiento y la pobre alimentación, llegando a hacerse crónica en las ciudades durante todo el siglo XIX y principios del XX.
También, desde finales del siglo XVIII y buena parte del XIX, Europa se vio asolada por la fiebre amarilla o vómito negro, enfermedad tropical que, como el paludismo, es transmitida por la hembra de un mosquito. Ya que este insecto es el vector transmisor, es preciso un hábitat de humedad y calor para que pueda sobrevivir. Ello hacía de las zonas litorales, en verano, el lugar idóneo para su propagación, pues el mosquito moría al bajar las temperaturas nocturnas a partir de los 200 metros de altura, aproximadamente.
En 1741 llegó a Cádiz en los barcos que la unían con Cuba, lo mismo que en 1800, causando en cada uno de esos años cerca de 10.000 víctimas. Su extensión en los años siguientes por todas las ciudades y pueblos de la costa andaluza y mediterránea hizo que hasta 1805 se contabilizaran más de 100.000 muertes. Durante los siguientes años se hizo endémica, mezclándose con las convulsiones de la Guerra de la Independencia y las luchas entre liberales y absolutistas. Especial virulencia tuvo la oleada que afectó a Barcelona en 1821, falleciendo un 10% de la población. Años más tarde, en 1870, la ciudad volvería a padecerla, aunque en esta ocasión "sólo" morirían unas 4.000 personas. El balance fue trágico: en toda la Península se pueden cifrar las víctimas, desde mediados del siglo XVIII hasta la última epidemia en 1870, en unas 150.000. Sin embargo, siguió siendo endémica en Cuba, en donde se calcula que a lo largo de todo el siglo XIX mató a cerca de 100.000 residentes, ensañándose preferentemente con los soldados españoles que acababan de llegar y que eran más vulnerables, al no haber estado nunca expuestos a la enfermedad.
El cólera era otro de los azotes epidémicos existentes desde la Antigüedad, pero hasta el siglo XIX estaba confinado, casi exclusivamente, en el continente asiático. A principios de ese siglo, salta a través de las activas vías comerciales a Europa; una vez más, Constantinopla es la puerta de entrada en 1823. Diez años después, ya había infectado toda la cuenca mediterránea y se extendía a América. Una vez más, las ciudades que comenzaban a crecer desordenadamente, con un sistema de aguas insuficiente e incapaz de segregar las aguas limpias de las sucias, combinado con los calores estivales, se convirtieron en el perfecto caldo de cultivo de la enfermedad. España sufrió epidemias en 1833 y 1834, en 1854, 1865 y 1885, convirtiéndose en el gran asesino de la población española, pues se calcula en cerca de 800.000 las víctimas causadas por la cadena de epidemias de cólera sufridas a lo largo del siglo XIX. Una vez más, el clasismo era uno de los criterios de expansión de la enfermedad. Ya lo había sido con la tuberculosis que afectaba menos a los bien alimentados y a los que vivían en mejores condiciones; con la fiebre amarilla pasaba lo mismo, pues quien podía alejarse de la costa e ir a vivir al interior también se libraba de ella. En el caso del cólera, los barrios que disponían de una mejor red de aguas y cuya densidad de usuarios era menor, tenía menor incidencia de afectados.
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