Seguramente, la fiebre amarilla es la enfermedad epidémica que más ha influido en la realidad sociocultural de Centroamérica desde su aparición en dicha región del mundo en las primeras décadas del siglo XVI. En efecto, la historia de las epidemias en el continente americano tras el encuentro de las dos civilizaciones ha de tener en cuenta la acción desoladora que causó en aquel siglo y sus temidas apariciones periódicas en los posteriores.Probablemente la fiebre amarilla llegó a América desde las zonas endémicas de África con el comercio y el tráfico de esclavos. Se sabe por los testimonios de Hernando Colón y Bartolomé de las Casas que el primer contacto de los europeos en ruta para América con un área endémica de fiebre amarilla se produjo durante el tercer viaje de Cristóbal Colón, en una escala que realizó con parte de su tripulación en las islas de Cabo Verde.
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La enfermedad se trasladó posteriormente desde América a la península ibérica (probablemente los puertos de Lisboa, Cádiz, Málaga y Cartagena fueron los principales puntos de difusión) y desde aquí se extendería al resto de Europa (primero Francia e Italia y luego Europa central hasta llegar a Rusia y los países escandinavos), causando daños considerables, y a menudo irreparables, en la sociedad de los siglos XVII y XVIII.
Ya en el siglo XVI Gonzalo Fernández de Oviedo cuenta que: " aquellos primeros españoles que por acá vinieron, cuando tornaban a España algunos de los que venían en esta demanda del oro, si allá volvían era con la misma color de él; pero no con aquel lustre, sino hecho azamboas y de color de azafrán o tericia; y tan enfermo, que luego, o desde a poco que allá tornaban se morían, a causa de lo que habían padecido ".
A mediados del siglo XVII hubo una epidemia que desde las islas Barbados y Guadalupe se extendió al resto de las Antillas y la costa oriental de Centroamérica.
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La enfermedad también desempeñó un importante papel en la sociedad europea y americana del siglo XIX. Ya se había establecido con carácter endémico en Centroamérica y el Caribe desde hacía dos siglos y medio. En estas zonas, curiosamente, causaba la muerte de españoles, franceses, ingleses, holandeses y demás emigrantes europeos, pero respetaba de un modo extraño a los esclavos negros. El frecuente tráfico comercial entre los puertos europeos y los de las colonias americanas motivaron la presencia de brotes epidémicos, que se hicieron constantes a partir de 1800 y que cobraron una gravedad extraordinaria durante el primer tercio del siglo. Tan arriesgada era la aventura que suponía partir para La Habana u otras ciudades del Caribe que una buena parte de los que se embarcaban con la esperanza de hacer fortuna tan solo encontraban el infortunio del "vómito negro", nombre con el que desde mediados del siglo XVIII también se conoció la fiebre amarilla en España por ser este uno de sus signos más característicos.
La península constituyó una fácil puerta de entrada para las invasiones de fiebre amarilla, contabilizándose tres grandes ataques a lo largo del siglo XIX. El primero de ellos llegó con el siglo por el puerto de Cádiz a través de una corbeta procedente de Cuba.
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Lo mismo sucedió con la segunda epidemia, que coincidió con la invasión de las tropas napoleónicas y las primeras guerras de independencia americanas, que, además, permitieron extender su acción patógena con el movimiento de los soldados.
Sin embargo, la tercera, aun cuando tampoco respetó el sur peninsular, se ensañó especialmente con Cataluña, Aragón y Baleares. La epidemia se desató en Barcelona en agosto de 1821 y no pudo ser controlada hasta finales del mes de noviembre; por el camino dejó alrededor de 20.000 muertos. Muy rápidamente, Francia reaccionó y desplegó un cordón sanitario, por tierra y por mar, destinado a impedir la propagación de la enfermedad hacia su territorio, y mandó a principios de octubre a un grupo de médicos a Barcelona para ayudar a los locales.
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Medio siglo después, durante los primeros meses del año 1871 se produjo en la ciudad de Buenos Aires una epidemia que se llevó por delante a varios miles de personas, diezmando considerablemente la ciudad del Río de la Plata.
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La fiebre amarilla levantó frecuentes y arduas discusiones durante toda la centuria decimonónica entre los que defendían su carácter contagioso y los que se oponían a dicha calificación. Tales discusiones no estuvieron exentas muchas veces de una fuerte carga política y, tanto en España como en el resto del mundo, el miedo a que la actividad del comercio internacional pudiera detenerse contaminó de ideas económicas y políticas el pensamiento médico de la época y permitió que el "anticontagionismo" perdurara de forma arraigada durante muchos años. Hasta los médicos de reconocida ideología liberal llegaron a considerar nociva y absolutista la idea de contagio.
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