La Gran Guerra fue el escenario de la primera confrontación química de la historia. Apenas sería un ensayo de lo que vendría más tardeEn agosto de 1898, el zar Nicolás II encargó a su ministro de Asuntos Exteriores, el conde Mijaíl Muraviev, la convocatoria de una reunión internacional a favor del desarme de las principales potencias mundiales. La iniciativa recibió desde el principio una buena acogida, y el 18 de mayo del año siguiente, fecha del cumpleaños del Zar, se inauguró la Primera Conferencia Internacional de Paz en el Palais de Bois de La Haya.
De entre todas las ideas que se discutieron hubo una, presentada por la delegación rusa, que abogaba por "prohibir los proyectiles que tuviesen como único objeto esparcir gases asfixiantes o deletéreos". Tras dos meses de intensas negociaciones, el texto final de la conferencia reflejaba esta propuesta. La declaración fue firmada entre otros países por Alemania, Francia y Rusia, y rechazada por el Reino Unido (los británicos la aceptarían en 1907) y Estados Unidos, que decía no estar convencido de que el uso de armas químicas fuera inhumano.
Tan solo quince años después, la burbuja pacifista de La Haya estallaba trágicamente con el inicio de la Primera Guerra Mundial. Con ella, la humanidad no solo conocería un horror sin límites, sino que asistiría al nacimiento de las armas químicas, llamadas a desempeñar un infame papel en las guerras del futuro.
Una industria creciente
El desarrollo de la industria en Europa a principios del siglo XX anunciaba cambios importantes en todos los campos. En Alemania, el tejido industrial extendía sus redes más que ningún otro país, y su sector químico avanzaba a pasos agigantados gracias al numeroso personal técnico cualificado y a sofisticados equipos que permitían la producción a gran escala. Como consecuencia, la empresa BASF ponía en marcha ya en 1909 el denominado Proyecto Nitrógeno, con el fin de producir nitratos utilizables como explosivos.
La cabeza visible de aquel plan era el científico alemán Fritz Haber , quien, recurriendo a altas temperaturas y presiones, combinó el nitrógeno de la atmósfera con el hidrógeno para generar amoníaco. Este logro, que permitía a Alemania prescindir de las importaciones de nitratos provenientes de Chile, le valió presidir la comisión secreta de química de combate y, años más tarde, recibir un premio Nobel.
A las puertas de la Primera Guerra Mundial, y pese a las buenas intenciones manifestadas en La Haya, la poderosa industria química alemana tomaba posiciones y se preparaba para abastecer al Ejército en caso de que fuera necesario. Pero, contra todo pronóstico, el primer contendiente en experimentar con gases una vez iniciada la Gran Guerra no fue Alemania.
En agosto de 1914, soldados franceses lanzaron granadas de mano cargadas con bromoacetato de etilo (sustancia lacrimógena que Francia ya había utilizado como agente antidisturbios en el ámbito civil) con la intención de forzar a las tropas germanas a abandonar los búnkeres. El intento fracasó, dada la escasa cantidad de agente utilizado, pero Alemania, que optó por no denunciar el hecho como una violación de la Convención de La Haya, ya tenía la excusa que necesitaba.
Así, en enero del año siguiente, y bajo la protección del káiser Guillermo II, Fritz Haber recibía autorización para el estudio de ataques con cloro. Su equipo, en colaboración con las tres grandes empresas químicas alemanas del momento (BASF, Hoechst y Bayer) y otros científicos de renombre, como Otto Hahn, James Franck y Gustav Hertz, se ponía manos a la obra para diseñar la respuesta alemana, convencido de que el uso de armamento químico supondría un rápido final para la guerra.
El cloro entra en escena
Haber y sus colaboradores llegaron a la conclusión de que utilizar cloro era la mejor opción. Alemania disponía de grandes cantidades de este gas, y BASF había encontrado la manera de almacenarlo en bombonas de metal, lo que permitía un fácil transporte al campo de batalla. La decisión sobre el qué estaba tomada, pero faltaba saber el cuándo y el dónde.
Estudiadas todas las alternativas, el Estado Mayor decidió utilizar esta nueva arma en el saliente de Ypres, una línea semicircular que separaba a los dos bandos desde el final de la primera batalla librada allí, en noviembre de 1914. Camufladas bajo tierra y con los tubos de dispersión asomando, 11.000 bombonas cargadas de cloro entrarían en acción en cuanto las condiciones meteorológicas fueran favorables. Finalmente, a las cinco de la tarde del 22 de abril de 1915, las tropas alemanas comenzaron a abrir las espitas.
Liberaron así 168 toneladas de cloro, que fueron arrastradas por el viento hacia las posiciones que ocupaban la 45ª División argelina y la 87ª División Territorial del Ejército francés. El reverendo británico Owen S. Watkins describió de esta forma el ataque: "Soldados franceses se tambalearon ante nosotros, ciegos, tosiendo, con el pecho palpitando, caras de un feo color violeta, labios incapaces de decir nada, llenos de agonía. Lo imposible se había hecho realidad. Fue la cosa más diabólica y cruel que he visto en mi vida".
Los alemanes se hicieron con las ciudades de Pilckem y Langemarck, pero solo avanzaron unos cuatro kilómetros, debido a la improvisación que reinó tras el ataque. Aunque se habla de 800 muertos y 3.000 afectados, los resultados de aquel primer ensayo químico se consideraron más bien pobres. El propio jefe del Estado Mayor alemán, Von Falkenhayn, lo tildó de simple experimento, por cierto criticado por algunos mandos alemanes, como el general Von Deimling: "Envenenar al enemigo como el que envenena ratas me pone enfermo y, como a cualquier soldado honrado, me resulta repulsivo".
Pese a todo, a partir de ese día la industria química alemana se convirtió en una herramienta fundamental para el Ejército, y el Instituto Kaiser Wilhelm dirigido por Haber pasó a ser una unidad militar con un presupuesto cincuenta veces mayor que el que tenía antes del inicio de las hostilidades. Tampoco la prensa internacional vio con buenos ojos el ataque, pero Alemania se justificó argumentando que de ningún modo había violado los acuerdos de La Haya.
Había utilizado bombonas, y no proyectiles, y afirmaba que era mejor utilizar gas en lugar de explosivos, ya que el primero producía una muerte rápida e indolora y no mutilaba a sus víctimas. La aparición del cloro obligó a los ejércitos a proteger a sus soldados. El servicio médico británico distribuyó entre sus tropas soluciones de bicarbonato sódico y unas cien mil piezas de algodón, pero como no había suficientes para todos se recomendó el uso de pañuelos y orina.
El "velo negro" (una compresa empapada en una solución de tiosulfato sódico, carbonato sódico, glicerina y agua, protegida por un pañuelo negro) y un bozal de muselina que iba desde la barbilla hasta la nariz, bañado en soluciones alcalinas de tiosulfato sódico, fueron algunas de las protecciones propuestas, pero ninguna proporcionó resultados satisfactorios. Pese a que su industria química no era ni mucho menos tan potente como la alemana, los británicos decidieron responder con la misma moneda.
A principios de septiembre de 1915 utilizaron 5.500 bombonas de cloro en la batalla de Loos, en Francia, pero un cambio en la dirección del viento hizo fracasar el intento y provocó la intoxicación de soldados británicos por "gas amigo". Cada nuevo ataque químico era una lección, y casi siempre más dolorosa de lo previsto.
En ese sentido, los mandos de los ejércitos comprobaron el terrible efecto psicológico que causaban estas armas. Aun utilizando protección, el hecho de saberse inmersos en una nube de gas desencadenaba el pánico entre los combatientes y anulaba por completo su operatividad. El adiestramiento en el uso de las protecciones se convirtió en algo vital para dar confianza a las tropas.
Llegan los proyectiles
Si la guerra seguía encallada en las trincheras, en los laboratorios la actividad era cada vez mayor. Aunque quedaba mucho camino por recorrer, la experiencia del cloro había fogueado a ambos bandos, y franceses y alemanes estaban cerca de presentar el que sería el agente más utilizado durante la conflagración: el fosgeno. Más tóxico que el cloro, tenía una latencia de varias horas desde que la víctima se veía expuesta hasta que se manifestaban los primeros síntomas.
Los combatientes no eran conscientes de que estaban siendo intoxicados. En una fábrica de Calais ya se estaba produciendo fosgeno para las tropas aliadas, pero los primeros en utilizarlo en combate fueron los alemanes. El 19 de diciembre, 4.000 bombonas cargadas con un 75% de cloro y un 25% de fosgeno se emplearon contra los británicos en Wieltje, Bélgica, causando más de mil bajas, 120 de ellas mortales.
Tuvieron que pasar seis meses hasta que los aliados respondieran usando bombonas cargadas con una mezcla de cloro y fosgeno al 50%, bautizada con el nombre de "estrella blanca". Pese a todo, algunos mandos militares seguían sin ver claro el uso de bombonas. Además de ser poco controlables (los cambios en la dirección del viento solían dar al traste con muchos ataques), su despliegue requería demasiado tiempo y numerosos soldados.
Tales reticencias propiciaron la aparición de proyectiles con carga química, que burlaban estos inconvenientes y dependían en menor grado de las condiciones meteorológicas. Los primeros en debutar fueron los proyectiles alemanes K-Stoff, rellenos de una mezcla de cloroformato de clorometilo y cloroformato de diclorometilo. Su óptimo rendimiento empujó a los franceses a probar en Verdún sus proyectiles de 75 mm cargados con fosgeno.
Tras un breve período de experimentación con este nuevo tipo de armamento, los alemanes lanzaron el primer ataque masivo disparando más de cien mil proyectiles "cruz verde" (mezcla de fosgeno y difosgeno) sobre las tropas galas. Fue el 22 de junio de 1916, en Fleury. Desde abril de aquel año, la casa Bayer ya los producía en Leverkusen, y en septiembre Hoechst estrenaba otra planta de producción para competir en la encarnizada batalla del abastecimiento militar.
En Rusia, el responsable del programa de armas químicas era el químico Vladimir Ipatiev, pero su contribución se limitó a preparar ataques con bombonas de "estrella blanca" llegadas desde Francia y Reino Unido. Mientras, aunque los estadounidenses no se incorporaron a la guerra hasta su tramo final, también ultimaban su propio programa, y en 1917 pusieron en marcha una planta dedicada a la investigación y la producción de armamento químico en Maryland.
En noviembre del siguiente año acabarían fabricando la misma cantidad de agentes químicos que sus aliados europeos. Sin embargo, su lento transporte en buques con destino a Europa minó la relevancia de su contribución en este campo.
El temible gas mostaza
Entre 1915 y 1916 la utilización de armas químicas se caracterizó por la descoordinación y la improvisación, pero a partir de 1917 se utilizó la experiencia acumulada para desarrollar manuales de uso. Al mismo tiempo surgían nuevos artefactos, como los "proyectores Livens", diseñados por el ingeniero civil William Howard Livens. A caballo entre la bombona y el proyectil, la invención consistía en un tubo metálico que se enterraba parcialmente formando un ángulo de 45º con el suelo.
El tubo incorporaba una carga de lanzamiento y un pequeño bidón a modo de proyectil. Pero todavía estaba por aparecer otro de los protagonistas de la primera guerra química de la historia: la iperita, más conocida como "gas mostaza" por el hedor que desprendían sus vapores. Los primeros proyectiles cargados de iperita fueron los "cruz amarilla", de 77 y 105 mm, utilizados por los alemanes en julio de 1917, durante la batalla de Passchendaele, en Bélgica.
En contacto con los ojos, provocaba una irritación tan intensa que el afectado creía estar quedándose ciego, y generaba ampollas en la piel, sobre todo en zonas en las que se acumula el sudor, como axilas y genitales. Un joven Adolf Hitler, entonces mensajero del 16.º Regimiento de Infantería Bávaro de Reserva, fue víctima de uno de los últimos ataques británicos con gas mostaza en 1918.
Se encontraba en un cerro al sur de la población flamenca de Wervik. "Al amanecer [ ] fui presa del dolor que de cuarto en cuarto de hora se hacía más intenso", relata en su cuaderno de notas. "Unas horas más tarde los ojos se me habían convertido en ascuas y a mi alrededor dominaban las tinieblas."
Debido a las llamativas lesiones que provocaba, la iperita llegó a considerarse el "rey de los gases", pero, aunque en algunos casos podía resultar mortal, la mayoría de los afectados estaban en condiciones de regresar a las trincheras tras un período de entre cuatro y ocho semanas. El gas mostaza obligó a los soldados a utilizar uniforme especial y guantes, ya que las máscaras eran insuficientes.
El principio del horror
El uso de agentes químicos durante la Gran Guerra se limitó básicamente a bombonas y proyectiles, aunque se pensó en lanzar bombas desde aeronaves (se sopesó la idea de bombardear el sector de Verdún con zepelines), como reconoció el bando alemán una vez terminada la contienda.
De las muchas que se investigaron, solo se recurrió a una treintena de sustancias que pudieran emplearse como armas, y en general todas las partes justificaron su uso con el argumento de que el enemigo había sido el primero en infringir los acuerdos de La Haya.
Tras la guerra se produjo un intenso debate sobre si el uso de este tipo de armas era moralmente aceptable, pero se llegó a la conclusión de que el problema era la guerra en sí, y no la naturaleza de las armas utilizadas. Durante la primera gran conflagración del convulso siglo XX se calcula que los a gentes químicos causaron 1.300.000 bajas, de las que algo más de noventa mil fueron víctimas mortales.
Su concurso no influyó decisivamente en el resultado final de la guerra, pero sí lo hizo en un buen número de batallas. Sin embargo, era solo el principio. Con su desarrollo, este tipo de armamento cobraría una importancia capital en la resolución de numerosas contiendas posteriores.
Ya lo dijo a su manera Fritz Haber, padre de la guerra química, en la ceremonia de entrega del Nobel de Química de 1918, celebrada dos años después: "En ninguna guerra venidera los militares podrán ignorar los gases tóxicos. Son una forma superior de matar".