El urbanismo de los siglos XIX y XX combatió el crecimiento de la densidad y de las enfermedades causado por la Revolución Industrial
Hasta ahora, sabemos que nuestro coronavirus ha provocado la muerte de aproximadamente 0,0021 personas por cada 100.000 habitantes en España en total. Mientras tanto, en el siglo XVIII, la tuberculosis se llevó la vida de 900 personas de Europa occidental por cada 100.000 habitantes de media durante todos los años de aquella centuria.
Estos números podrían habernos dejado fríos antes de 2020, pero ya no... Y por eso nos podemos imaginar el horror, la devastación y la desolación que tuvieron que desatar en la sociedad y en las familias, más todavía cuando nadie sabía con seguridad si la enfermedad era infecciosa o hereditaria, un castigo divino por pecados gravísimos o, peor aún, fruto del puro azar cósmico. ¿Acaso Dios los había dejado a su suerte?
Ahora también podemos entender mejor lo que significó el primer remedio eficaz contra la tuberculosis, aunque entonces, ciertamente, no existieran ni las comunicaciones ni la prensa capaz de generar en Europa un aullido instantáneo de alivio. Este primer remedio lo incluyó Hermann Brehmer, un estudiante de Botánica que sufría la enfermedad, en su tesis doctoral de 1854.
Y demostró su hallazgo de la forma más convincente: curándose a sí mismo y montando un negocio, concretamente un sanatorio o balneario, donde fue capaz de salvar la vida a otros pacientes. La institución se encontraba en la actual Sokolowsko, una pequeña población rural entonces en territorio alemán, hoy parte de Polonia, a unos 100 kilómetros en coche de Praga.
En 1858, Biagio Castaldi, que se había beneficiado ya como tísico de la dieta equilibrada y una estancia en las montañas, publicó otro estudio que acreditaba que la incidencia de la tuberculosis descendía a medida que aumentaba la altura a la que vivía la población. Demostró, además, que la enfermedad apenas existía en altitudes superiores a los 1.000 metros sobre el nivel del mar.
Merece la pena recordar que Alexander von Humboldt también creía en la bondad de la montaña para la tuberculosis, y que Brehmer inventó su remedio a la vuelta de un viaje por el Himalaya y ubicó su sanatorio en una región rural y montañosa que ya era conocida entonces como destino saludable.
En 1865, Jean-Antoine Villemin descubrió el carácter infeccioso de la tuberculosis. Lo hizo aprovechando la sucesión de guerras y conquistas imperialistas que tachonaron el siglo XIX. Además, Villemin, que era cirujano del ejército francés en la Facultad de Medicina de la Armada, empezó a moldear el debate científico sobre la lucha contra la enfermedad en otro sentido: dijo que su incidencia parecía mayor en los soldados estacionados en barracones que en el campo y, a nivel mundial, en las regiones urbanas frente a las parcialmente despobladas.
Teniendo en cuenta el éxito de Brehmer, los estudios de Castaldi, las intuiciones de Villemin y la convicción entre el gran público de que los climas templados y el aire puro tenían que ser buenos para combatir un mal que afectaba sobre todo a los pulmones, no sorprende mucho que los sanatorios empezasen a multiplicarse en las montañas (los Alpes, sobre todo) de Alemania, Francia o Suiza (es cuando Davos comenzó a ponerse de moda).
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Todo eso ayuda a entender que, en España, la primera industria del viaje naciera al calor del turismo sanitario, y que los principales polos de atracción en el tercio final del siglo XIX fueran regiones que combinaban amplias playas de aguas frías y vigorizantes e instalaciones termales de renombre, como Guipúzcoa o Cantabria. Luis Alonso Álvarez, Margarita Vilar y Elvira Lindoso estiman que, en las décadas de 1860 y 1870, los balnearios acreditados españoles recibían de media 100.000 clientes anuales, entre los que apenas había extranjeros.
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Los tratamientos que se extendieron en los sanatorios fueron, principalmente, los de Brehmer. La clave, para él, pasaba por fortalecer las defensas y la resistencia del cuerpo y, para ello, apostaba por una cura de reposo al aire libre, aplicaciones de agua, paseos y ejercicio en plena naturaleza, una dieta equilibrada y unas rutinas estrictas. El italiano Antonio Sciascia fue el primero en aplicar la fototerapia (conocida entonces como helioterapia) contra la tuberculosis, y Carlo Forlanini empleó el nitrógeno para colapsar el pulmón más afectado y crear un neumotórax artificial.
Como recuerda la arquitecta Eva Eylers, la irrupción de los primeros balnearios contra la tuberculosis en general y el de Hermann Brehmer en particular se entiende mejor como una reacción a la urbanización e industrialización acelerada de Alemania y a una creciente sensación de extrañamiento por parte de la población entre la vida humana y el entorno natural. Aunque la población alemana se duplicó entre 1871 y 1910, la de Berlín se triplicó entre 1856 y 1886.
En ese periodo, apunta Eylers, "más de 120.000 ciudadanos de Berlín tuvieron que vivir en sótanos", los refugios para personas sin hogar estaban desbordados y los propietarios de los pisos en edificios de nueva construcción se mudaban a ellos antes de que la pintura o los químicos se hubieran secado o deshumidificado.
En la segunda mitad del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial, más de 80.000 personas morían en Italia o Alemania de media todos los años por culpa de la tuberculosis. Y la inmensa mayoría eran jóvenes de clase media y baja.
La gravedad del impacto económico y sanitario, el impulso de las organizaciones humanitarias o el novedoso protagonismo social de la clase media y trabajadora ayudan a entender por qué comenzaron a crearse sanatorios prácticamente gratuitos o financiados por las empresas sobre todo a principios del siglo XX, aunque el primero se abriese, una vez más, en Sokolowsko en 1874. Tan solo quince años después, en 1889, la Sociedad Americana de Climatología identificó los balnearios como la mejor forma de tratar la tuberculosis pulmonar, muy especialmente entre la población trabajadora.
Las primeras iniciativas de balnearios gratuitos o subvencionados tuvieron un éxito moderado en la lucha contra la tuberculosis, porque no eran muchos los pacientes que se curaban plenamente, los tratamientos podían extenderse durante muchísimo tiempo y eran comunes las recaídas. Ni las familias ni los empresarios estaban contentos con eso. Además, existían importantes limitaciones adicionales: ¿por qué no se dedicaban apenas esfuerzos a la prevención? ¿Qué se podía hacer con los hijos de los enfermos de tuberculosis que, lógicamente, tenían todas las papeletas para desarrollar la enfermedad?
La lucha contra la tuberculosis en el siglo XX alimentó claramente el ascenso de la sanidad pública en Europa. Sabemos que fue en la Primera Guerra Mundial cuando, por ejemplo, Italia dedicó grandes cantidades de recursos a abrir hospitales de campaña que trataban a los tísicos.
Después de aquello, y en plena posguerra, fue más difícil de justificar la no intervención sanitaria del Estado, y así, en 1919 se multiplicaron por diez los fondos de la lucha contra la tuberculosis y se concedieron millones de liras en ayudas y subvenciones. Mientras tanto, la Cruz Roja desplegó centros de prevención que se ocupaban de los niños de las familias que sufrieran la enfermedad y en los que podían seguir yendo a clase.
A finales de los años veinte y principios de los treinta, se fundaron en Europa grandes consorcios públicos para mitigar la tuberculosis, mientras que en Italia los fascistas de Mussolini decretaron el seguro médico obligatorio contra la tuberculosis de todos los trabajadores en 1927. Gracias a la acción conjunta del Estado, las organizaciones humanitarias y los mecenas privados, el número de camas de sanatorio en el país transalpino casi se triplicó entre 1923 y 1930, y la prevención se expandió de los niños a los adolescentes y de medidas básicas de higiene a la vacunación.
Como se ve, la confrontación contra una de las peores lacras de la humanidad en términos de vidas humanas segadas no se ganó de la noche a la mañana en Europa con la llegada de los antibióticos o de la universalización de la sanidad pública tras la Segunda Guerra Mundial. Tuvieron que realizarse muchas pruebas y unos cuantos errores durante los 100 años anteriores para que pudiéramos comenzar a erradicarla, y hoy, en el Día Mundial de la Tuberculosis, los europeos podemos sentirnos orgullosos de ello.