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Se desconoce aún hoy como arribó el brote de peste negra de 1647 en España. La catastrófica epidemia de finales de siglo XVI se había comportado de forma benévola con Sevilla, pero no ocurrió así en la Gran Peste de 1647 a 1652, que afectó sobre todo a Andalucía y a la zona oriental de España. La peste picó primero a Valencia, probablemente procedente de Argel, causando la muerte a 30.000 personas. Y, desde allí, se difundió con una velocidad salvaje hacia Andalucía y finalmente barrió Aragón y Cataluña. Solo en Málaga murieron 40.000 personas, a pesar de lo cual Sevilla no tomó medidas de cuarentena. Un error gigantesco.
La ciudad había crecido de forma desordenada, de modo que la gente vivía hacinada y sin cumplir las medidas higiénicas más básicas. El constante tráfico marítimo de barcos procedentes de puertos exóticos, portadores de toda clase de epidemias, hacían de Sevilla una parada muy atractiva para la peste. Además, la primavera de 1649 fue especialmente lluviosa y las graves inundaciones de un Guadalquivir desbordado anegaron los cultivos y las granjas de todo el valle. La riada dejó en su retirada a miles de cadáveres putrefactos de ganado ahogado y al hambre campando a sus anchas.
Según la "Copiosa relación de los sucedido en el tiempo que duró la epidemia en la grande y augustísima ciudad de Sevilla, año de 1649", la epidemia llamó a la ciudad por medio de unos gitanos de Cádiz que trajeron unas ropas infectadas. Todos ellos murieron al igual que quienes lo cobijaron en Triana, barrio donde surgió el kilómetro cero de la epidemia en la primavera de 1649. De allí saltó pronto al otro lado del río. Los hospitales de Triana y el de la Sangre (actualmente conocido como de las Cinco Llagas) quedaron desbordados en los primeros días.
Calles enteras y barrios completos quedaron vacíos y la actividad económica de la ciudad entró en parálisis. En el corazón de la ciudad -señalan los cronistas- por faltar faltaron hasta los curas y muchos religiosos que administraban los sacramentos. Todo ello dio lugar a la Semana Santa más inhóspita en la historia de Sevilla.
Los carros circulaban las 24 horas del día por la ciudad sin cesar en ningún momento de recoger cuerpos muertos en las calles abandonados por los propios familiares. Como medida de urgencia, el Consejo de la ciudad prohibió enterrar los cuerpos infectados en las iglesias y, dado que las pilas de cadáveres «infiçionaban el aire», ordenó que se excavasen fosas comunes en todo el perímetro urbano.
Tras el verano más desolador, "todo era espanto, un asombro, un suspirar de continuo, sin danzas, sin cofradías, sin religiones, sin clero ni reliquias, con la poca música que había quedado, sin seises...". El cronista de la época, Diego Ortiz de Zúñiga, describió con términos todavía más apocalípticos la epidemia:
"Quedó Sevilla con tan gran menoscabo de vecindad, si no sola, muy desacompañada, vacía gran multitud de casas, en que se fueron siguiendo ruinas en los años siguientes: las habitadas en muy considerable disminución de valor; todas las contribuciones públicas en gran baja... Las Milicias, casi del todo se deshicieron; los campos sin cultivar, y en los que a esta causa acudieron de otras partes, intolerables los jornales".
La Sevilla imperial, "asombro del orbe", jamás volvió a ser la misma. Se estima que en la gran epidemia de peste de 1649 murieron aproximadamente 60.000 personas solo en el núcleo urbano, el 46% de la población existente, pasando Sevilla de 130.000 a 70.000 habitantes. En total, una cuarta parte de las 600.000 almas que poblaban Sevilla y su campo circundante. A estas penurias le acompañó paradójicamente un cambio en la estética urbana de la ciudad. Inspirado en la Contrarreforma Sevilla se transformó en una ciudad-convento. Para 1671 existían 45 monasterios de frailes y 28 conventos femeninos, incluidas todas las órdenes importantes, franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas.
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