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Derecho a la salud
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Decamerón (1353)

Giovanni Boccaccio. Ediciones Cátedra, 2007. Traducción: María Hernández Esteban. La obra empieza con una descripción de la epidemia de peste que asoló Florencia el 1348.
Digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios habían llegado ya al número de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando a la egregia ciudad de Florencia, más hermosa que ninguna otra de Italia, llegó la mortífera peste; que o por obra de los astros celestes o por nuestras iniquidades, enviada por justa ira de Dios sobre los mortales para nuestra enmienda, tras comenzar unos años antes en los países orientales, y tras privarles de una innumerable cantidad de vidas, propagándose sin cesar de un lugar a otro, se había extendido miserablemente.

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Para curar tal enfermedad ni consejo de médico ni poder de medicina alguna parecía que sirviese ni aprovechase; es más, o porque la naturaleza del mal no lo permitiese o porque la ignorancia de quienes medicaban (cuyo número, aparte de los médicos, se había hecho grandísimo tanto de mujeres como de hombres que nunca habían recibido enseñanza alguna de medicina) no supiese de dónde procedía y por consiguiente no se le pusiese el debido remedio, no sólo eran pocos los que sanaban, sino que casi todos hacia el tercer día de aparecer los mencionados síntomas, quien antes y quien después y la mayoría sin fiebre alguna u otra complicación, morían. Y esta pestilencia fue más virulenta porque prendía de los enfermos en los sanos con los que se comunicaban no de otro modo a como lo hace el fuego sobre las cosas secas o grasientas cuando se le acercan mucho.

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Por estas cosas y por otras muchas semejantes a éstas o más graves, a los que quedaban vivos les asaltaron varios temores y suposiciones, y casi todos tendían a un mismo fin muy cruel, el de esquivar y huir de los enfermos y de sus cosas; y haciendo esto cada cual creía lograr salvarse a sí mismo.

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Y dejemos a un lado que un ciudadano esquivase a otro y que casi ningún vecino se ocupase del otro y que los parientes se visitasen pocas veces o nunca, y de lejos; con tal espanto esta tribulación había entrado en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano y muchas veces la esposa a su marido; y lo que es más grave y casi increíble, los padres y las madres evitaban visitar y cuidar a sus hijos, como si no fuesen suyos. Por lo que a los que enfermaban, que eran una multitud incalculable, tanto varones como hembras, no les quedó más auxilio que o la caridad de los amigos (y de éstos hubo pocos), o la avaricia de los criados que servían por elevados salarios y abusivos contratos, a pesar de todo lo cual no muchos se dedicaron a esto.

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El espectáculo de la gente baja y quizá en gran parte de la clase media era mucho más miserable, porque éstos, retenidos en sus casas la mayoría o por la esperanza o por la pobreza, al permanecer en sus barrios, enfermaban a millares por día, y como no se les cuidaba ni ayudaba en nada, casi sin remisión alguna todos morían. Y había muchos que finaban en la vía pública de día o de noche, y muchos que aunque acabasen en sus casas les hacían saber a sus vecinos que habían muerto con el hedor de sus cuerpos corrompidos antes que de otro modo; y de éstos y de los otros que por doquier morían, todo estaba lleno. La mayoría de los vecinos observaban una misma costumbre, movidos más por el temor a que la corrupción de los muertos les perjudicase que por la caridad que sintieran por los difuntos. Ellos por sí solos o con la ayuda de algunos porteadores, cuando podían tenerla, sacaban de sus casas los cuerpos de los difuntos y los ponían delante de sus puertas, en donde, sobre todo por la mañana, quien hubiese pasado por allí habría podido ver muchísimos; y hacían llevar allí los ataúdes y por falta de éstos hubo algunos a los que les pusieron sobre una tabla.

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A la gran multitud de cuerpos mencionada que llegaba a cada iglesia cada día y casi a cada hora, al no bastarles la tierra sagrada de las sepulturas y al querer, sobre todo, darle a cada uno un lugar propio según la antigua costumbre, como todo estaba lleno, por los cementerios de las iglesias se les hacían fosas enormes en las que se metían a los que llegaban a centenares, y apilándolos como se cargan las mercancías de los barcos por estratos, los recubrían con poca tierra hasta que se llegaba al borde de la fosa.

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Y dejando el campo y volviendo a la ciudad, qué más puede decirse sino que entre marzo y el julio siguiente, por la fuerza de la pestífera enfermedad y por ser muchos enfermos mal atendidos y abandonados en sus necesidades por el temor que tenían los sanos, se cree por cierto que a más de cien mil criaturas humanas dentro de las murallas de la ciudad les fue arrebatada la vida, y quizás antes del mortífero suceso no se habría estimado que hubiese dentro tantas. iOh, cuántos grandes palacios, cuántas hermosas casas, cuántas nobles moradas repletas de sirvientes, de señores y de damas, quedaron vacíos hasta del más humilde criado! iOh, cuántas memorables estirpes, cuántas amplísimas fincas, cuántas famosas riquezas se vieron quedar sin el debido sucesor! ¡Cuántos ilustres hombres, cuántas bellas damas, cuántos apuestos jóvenes a los que el propio Galeno, Hipócrates o Esculapio les habrían considerado sanísimos, comieron por la mañana con sus parientes, compañeros y amigos y luego al llegar la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo!


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