"Hay una especie de nube amarilla verdosa rodando por el suelo en el frente, que se está acercando...", avisó el encargado del periscopio que vigilaba las líneas alemanas en una de las trincheras de los británicos en la Primera Guerra Mundial.
Las condiciones eran perfectas para un ataque de gas enemigo; una ligera brisa que soplaba de la dirección de los británicos. En el enfrentamiento bélico entre la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia, a los que se unieron entre otros Bélgica, Italia, Portugal, Grecia, Serbia, Rumanía y Japón) y las potencias centrales de la Tripe Alianza (el Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro, apoyados por Bulgaria y Turquía) las tropas tuvieron que aprender qué era eso que se estaba acercando.
Desde 1915, se habían estado usando gases químicos rutinariamente en la guerra de trincheras, horrorizando a los soldados más que cualquier arma convencional. Y en 1917 el gas mostaza hizo su debut. Las tropas de Ypres, Bélgica, reportaron que percibieron un olor extraño y picante en el aire y que una nube dorada brillante rodeó sus pies. Luego, les salieron unas horribles y dolorosas ampollas así como unas llagas nauseabundas e incurables. Quienes habían inhalado profundamente, empezaron a toser sangre.
Las máscaras que les habían servido para protegerse de ataques de cloro/fosgeno, resultaron inútiles contra ese infame gas. El problema era que la mostaza sulfurada puede ser absorbida a través de la piel. Ni siquiera si estás totalmente cubierto de ropa, estás completamente protegido. La muerte puede tardar hasta seis semanas y la agonía es terrible.
El gas mostaza era apenas uno de los gases que se había convertido en arma en el Instituto Kaiser Wilhelm bajo la dirección del prestigioso químico Fritz Haber, quien más tarde recibiría el Premio Nobel en Química. Haber estaba casado con la también química Clara Immerwahr, quien le rogaba incesantemente que dejara de trabajar en armas químicas. Para él, no obstante, era una manera eficiente de guerrear, y no le parecía que fueran armas particularmente inhumanas: al fin y al cabo, decía, la muerte es la muerte, no importa cómo se inflija. Furioso, denunció a su esposa como traidora.
Mientras el ejército alemán estaba tan encantado como Harber con sus creaciones, la relación de la pareja se fue deteriorando por el desacuerdo ético. Trágicamente, Clara decidió ponerle punto final al asunto. En la mitad de la noche berlinesa, silenciosamente sacó la pistola de su esposo de la funda. Salió de la casa y se pegó un tiro en el corazón.
Unas horas más tarde, Fritz Haber se marchó con destino al Frente Oriental a supervisar el siguiente lanzamiento de gas contra los rusos, dejando solo a su hijo de 13 años, quien había descubierto el cuerpo de su madre. Haber continuó promoviendo con entusiasmo el uso de gases venenosos. Sus colegas llegarían a desarrollar gases nerviosos aún más mortales.
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