Hasta bien entrado el siglo XX la medicina tuvo que luchar contra un elemento cuya naturaleza nadie conseguía descifrar pero que provocaba severas infecciones y, como en el caso de la llamada gripe española, millones muertes. Un enemigo invisible al que tan solo acertaron a bautizar como virus, un término que en latín significa "veneno".
En la actualidad, la naturaleza de los virus es bien conocida: se trata de un organismo acelular, que solo cuenta con unas pequeñas cadenas incompletas de ADN o ARN y que necesita las células de otros organismos para sobrevivir y reproducirse, actuando como un microscópico caballo de Troya. Pero a finales del siglo XIX y principios del siglo XX se desconocía por completo cómo era y a qué se debía su capacidad infecciosa.
Los padres de la microbiología
Pero antes de comenzar a buscar a los virus hubo que encontrar a los microbios. En la década de 1860, el francés Louis Pasteur y el alemán Robert Koch revolucionaron el mundo de la medicina. Establecieron que el aire estaba poblado por millones de organismos microscópicos formados muchas veces por una o por un par de células, entre ellos las bacterias.
Su interacción con otros seres vivos generaba vida pero también podía ocasionar graves trastornos. Así nació la teoría de las enfermedades infecciosas, que establece que las enfermedades están causadas por gérmenes microscópicos que invaden el organismo "huésped".
Las enfermedades dejaron de estar causadas por la voluntad de los dioses, los astros o los vapores miásmicos. Cada patología debía tener un causante identificado, así que ambos científicos se dedicaron entonces a buscarlos. El médico alemán detectó los bacilos causantes del carbunco o ántrax (1872), de la tuberculosis (1882), y del cólera (1884).
Un patógeno escurridizo
Por su parte, Pasteur centró sus estudios en la rabia. Pero no pudo aislar el agente que la causaba. Los elementos de laboratorio de esa época tan solo permitían aislar los microorganismos más grandes. El químico intuyó que el causante de la enfermedad estaba ahí pero que se escapaba por los agujeros de los filtros que usaba para hallarlo.
El científico francés consiguió desarrollar su vacuna usando tejido seco de cadáveres de conejos infectados, donde quedaba una muestra debilitada del invisible agente causante. Así, en 1885 inoculó su vacuna a un niño que había sido mordido por un perro enfermo: Pasteur salvó la vida del joven y se convirtió en un héroe, pero el patógeno continuaba sin aparecer.
¿Fluido o ser vivo?
Así fue hasta que en 1898 el holandés Martinus Beijerinck se puso a estudiar una enfermedad vegetal, la del mosaico del tabaco. Comprobó que pese a que su moderno filtro retenía las partículas más pequeñas, la muestra filtrada continuaba infectando a otras plantas. El estudio de Beijerinck determinó que el patógeno no era una toxina ni una enzima porque se reproducía en el nuevo huésped, pero tampoco era un organismo celular como la bacteria.
El microbiólogo estableció que ese elemento necesitaba las células vivas de la planta para reproducirse y rescató el término virus para referirse a él, pero no creyó que fuera una partícula y lo llamó contagium vivum fluidum (fluido vivo infeccioso). Acababa de nacer la virología.
El mayor asesino de la Gran Guerra
Durante las primeras décadas del siglo XX, los virus fueron señalados como el origen del sarampión, la viruela o la gripe, entre otras enfermedades. Se detectaron virus que afectan a las plantas, a los animales, a las propias bacterias (bacteriófagos), que propagan algún tipo de tumor... Pero su estructura seguía siendo un misterio.
Cualquier forma de combatir estas enfermedades fracasaba: durante la pandemia de gripe de 1918 proliferaron remedios caseros, líquidos higiénicos que se publicitaban como eficaces o mascarillas. Pero nada paró el avance de la enfermedad que acabó provocando más muertos que la propia I Guerra Mundial.
El virus cazado
El panorama tan solo cambió a partir de la década de 1930, cuando se produjo un avance tecnológico decisivo: la invención del microscopio electrónico, mucho más potente que el óptico. La caza terminó en 1935, cuando Wendell Meredith Stanley vio lo que Martinus Beijerinck sólo había intuido. Logró cristalizar tejido enfermo de una planta y fue la primera persona en ver el aspecto que tenía un virus, el del mosaico del tabaco.
No sólo eso, sino que separó cada una de las partes de su estructura: era una partícula increíblemente diminuta (centenares de veces más pequeña que una bacteria) y que apenas contaba con un núcleo con material genético incompleto envuelto en una capa de proteínas que lo protegía.
Por ello, Stanley recibió el premio Nobel de Química en 1946, el primero de los ocho que han premiado la investigación sobre los virus, el último de ellos por el descubrimiento del VIH, causante del sida, en 2008.
En el futuro, tal vez la tecnología de última generación permita usar esta "mala noticia envuelta en proteínas" (una definición del inmunólogo y premio Nobel Peter Medawar) para curar. Ya se están probando terapias con virus para combatir las bacterias resistentes a los antibióticos. Por otra parte, su capacidad para modificar el ADN de otros seres vivos puede ayudar a curar enfermedades genéticas. Serían el vehículo que introduciría ADN para corregir mutaciones que provocan los tumores o la hemofilia. En ello está ahora la ciencia.