La
demonización de los inmigrantes se nutre de la conviccion, casi
siempre sobreentendida, de que no tenemos nada en común con ellos,
ni siquiera una parte discernible de humanidad. No solo son estos hombres,
mujeres y niños esencialmente distintos de nosotros, sino que son
además menos valiosos, menos morales, menos humanos. La afirmación
implícita "son diferentes", "no viven, no aman ni sufren como nosotros",
ofrece la disculpa para marginarlos y para apoyar políticas sociales
mezquinas. Es además el método más efectivo para justificar
prejuicios y legitimar chivos expiatorios. No hay duda de que resulta más
fácil aceptar medidas discriminatorias o despiadadas en contra de
estos grupos si creemos que son distintos en algún aspecto básico.
Pero si pensamos que son como nosotros y sus niños sienten como
los nuestros, tales decisiones nos repugnan por su inhumanidad y su frigidez
moral.
La demonización
estimula en muchos el orgullo de sus virtudes y mitiga el miedo secreto
a las propias imperfecciones. Y es que ciertas personas solo son capaces
de experimentar alta autoestima si al mismo tiempo sienten profundo desprecio
hacia otros, lo que les permite ignorar su sentimiento de inferioridad,
evadir sus defectos y mitigar el miedo secreto a sus propios impulsos destructivos,
reflejándolos y desplazándolos convenientemente sobre el
grupo "satanizado".