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La aparición del concepto de las razas tiene una base naturalista, y procede de la observación de aspectos externos claramente identificables. Aunque pueda parecer mentira, los grandes rasgos con los que tradicionalmente se han separado las cuatro grandes razas humanas (oriental, europea, australiana y negra) son sólo tres: color de la piel, tipo de cabello y forma de la nariz. No hay más. Con ese sistema, todos hemos aprendido a reconocer el modelo negro de nariz chata, pelo ensortijado y piel oscura, del estándar blanco con ojos azules, pelo dorado y nariz estrecha. Tal vez sea posible encontrar a unos cuantos individuos en el planeta que responden a estos modelos; la gran mayoría, sin embargo, es un tipo globalizado construido a base de combinaciones al azar de unos cuantos tipos de nariz, pelo y ojos.
La primera crítica a esta subdivisión es su arbitrariedad: de entre los cientos de aspectos físicos del ser humano son sólo tres los considerados. La segunda crítica es que es errónea: cuando se consideran múltiples caracteres biológicos, visibles y no visibles (genéticos, al fin y al cabo), las divergencias entre aquellas supuestas grandes razas son inapreciables. En resumen, pueden encontrarse más diferencias biológicas entre dos chinos que entre un sueco y un etíope.
Por desgracia, el ser humano es fácilmente seducible por los sistemas de categorización o agrupación. Los patrones raciales son enseñados a lo largo de nuestra educación y de la historia de la humanidad. La consecuencia es peligrosa: si los hombres son diferenciables por aspectos físicos, es posible asignar mayor bondad a unos aspectos que a otros, a una raza que a otra. Y así ha sucedido (la conmemoración hace unos meses del genocidio armenio nos lo ha vuelto a recordar).
Es curioso que dos organismos de ámbito mundial, la ONU y la Unesco, ofrezcan distintas apreciaciones del concepto de raza. La Unesco comenzó a recomendar, hace más de medio siglo, el abandono del término raza y su sustitución por otros con mayor base o justificación (para aludir a grupos humanos que comparten aspectos socioculturales). Sin embargo, la ONU, en todos sus pronunciamientos, regulaciones jurídicas, etcétera, considera la raza como una forma de identificación de diferentes grupos de individuos. Como claro ejemplo, la declaración universal de los derechos humanos manifiesta que todos los hombres tienen los mismos derechos sin distinción de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión u otra índole. Por razones obvias de la fecha de publicación de dicha declaración (tras la II Guerra Mundial), el término raza apareció en primer lugar de las causas de distinción.
Así pues, la idea de raza está grabada en nuestra mente y comportamiento, a pesar de que los criterios biológicos demuestran su inexistencia. La bondad de la declaración de los derechos humanos es indiscutible, y es posible identificar grupos humanos por sexo, idioma, opinión política o religión, pero no es factible hacerlo por raza. Hemos de borrar la tendencia cultural, aprendida, de agrupar los individuos por su raza, y aceptar los conocimientos científicos que nos dicen que esa diferenciación es un pensamiento tan obsoleto como falso.