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El zoo del Bronx pide perdón 114 años después de exhibir a un pigmeo en una jaula de monosA Ota Benga lo convirtieron en neoyorquino por la fuerza.
Su recuerdo está vinculado al zoo del Bronx, donde, después de secuestrarlo en África, lo exhibieron en 1906 metido en una jaula de monos. Compartió cautiverio con el orangután Dohang.
Ahora, en los tiempos del movimiento Black Lives Matter en la que tantos hacen actos de contrición por los abusos cometidos contra los negros –y que se siguen cometiendo–, la organización propietaria del zoo, la Wildlife Conservation Society (WCS), ha pedido perdón a Ota Benga, que acabó suicidándose en 1916.
Christián Samper, su director general, reconoce en un comunicado que ese trato fue de "una intolerancia racial inconcebible". Califica de "cosa trágica" lo que le hicieron. "Mientras Estados Unidos confronta estos meses el racismo sistémico en nuestra nación, y la WCS celebra su 125 aniversario, hemos mirado hacia adentro, examinando nuestro pasado y preguntándonos que más podemos hacer", prosigue.
"En nombre de la igualdad, la transparencia y la rendición de cuentas, debemos confrontar el papel histórico que nuestra organización jugó al promover la injusticia racial", añade.
Además, en el comunicado también condena que Madison Grant y Henry Fairfiel Osborn, dos de los fundadores, defendieran los experimentos de base pseudocientífica sobre la eugenesia con personas no blancas.
Grant escribió The Passing of the Great Race . Dicen que Hitler tenía este texto como su biblia.
El sureño Samuel Verner, predicador, explorador y supuesto científico, sacó a Ota Benga del Congo, del valle de Kasai, en una época en la que los nativos sufrían las atrocidades del rey Leopoldo de Bélgica, amo y señor de esa colonia. Verner arrastró a su víctima con diferentes subterfugios
En 1904 lo exhibió, junto a otros nativos, en la feria mundial de San Luis (Misuri). Aunque en su narrativa, o en alguna de ellas, Verner sostuvo que salvó a Ota Benga –perteneciente al pueblo Mbuti– de la tribu de caníbales de los Bashilele, en San Luis lo presentó a la inversa. Aseguró que era "el único caníbal genuino" que había en Estados Unidos, explica Pamela Newkirk en su libro Spectacle, the astonishing life of Ota Benga (2015).
"Se exhibe cada tarde de septiembre", prometía el cartel –excepto los domingos, para no herir la sensibilidad cristiana– con el que el zoo anunció la apertura de la "exposición" el 8 de septiembre de 1906. En aquel anuncio se describía al involuntario protagonista: "El pigmeo africano, Ota Benga. Edad, 23 años. Altura, 1,40 metros. Peso, 46 kilos".
Los neoyorquinos respondieron en masa, para sonrojo de la comunidad afroamericana. Líderes religiosos e intelectuales, incluidos unos pocos blancos, pidieron suspender esa terrible humillación a la condición humana.
"Nuestra raza está muy castigada sin necesidad de exhibir a uno de los nuestros con los simios", señaló uno de los reverendos. Caso omiso. "Es una muestra etnológica", replicó William Temple Hornaday, director de la institución. Sabios de prestigiosas universidades, como Princeton o Harvard, avalaron el "alto ideal de la civilización moderna".
El objetivo era "solo educativo", una justificación defendida por eminentes eruditos, incrustada en la ciencia, la historia, la política o la cultura popular. The New York Times reconoció en un editorial que no entendía la polémica. "Los pigmeos están muy abajo en la escala humana y la sugerencia de que Ota Benga estaría mejor en la escuela que en una jaula ignora que la escuela sería un lugar de tortura para él", sostenía el artículo.
La presión resultó insostenible y liberaron a Ota Benga a finales de ese mismo septiembre. Un total de 220.000 ciudadanos habían acudido al zoo, el doble que en las mismas fechas del año anterior.
El destino lo llevó a un orfanato de Brooklyn. En 1910 lo acogieron en Lynchburg (Virginia) la viuda Mary Haves Allen y sus siete hijos. A menudo descalzo, pero vestido a lo occidental, cautivó en su idioma congoenglish a los niños con sus historias del bosque. Les enseñó a hacer lanzas y a pescar con ellas. Parecía feliz.
A medida que comprendió que el regreso a África era imposible, le venció la desesperación, subraya su biógrafa. Empezó a hacer hogueras, a danzar y cantar alrededor del fuego. Se pegó un tiro.