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En este caso, igual que en todos los que tienen que ver con el racismo, la xenofobia o el maltrato -verbal o físico -, abundan las excusas fuera de lugar encaminadas a explicar o justificar el comportamiento. Algunas mencionan la supuesta provocación del jugador y otras entienden que no cabe hablar de racismo dado que los espectadores insultan a los jugadores de color de otros equipos, pero no a los propios. Como si la supuesta provocación no fuese una interpretación arbitraria de quien la invoca; como si no existiesen suficientes evidencias de insultos racistas hacia jugadores de comportamiento modélico dentro y fuera del campo; y como si no fuera un agravante la utilización selectiva del insulto racista para los jugadores del equipo contrario desde el momento en que el primer calificativo al que se recurre es precisamente el que no se aplica al jugador propio.
Para acabar con las actitudes racistas se requiere tiempo, determinación y la colaboración de una mayoría social que sin duda repudia activamente esta lacra social. Hay modelos de actuación en Europa que han funcionado con eficacia para erradicar el mal. Por ejemplo, en el Reino Unido u Holanda. Pero para que estos resortes funcionen las autoridades deben transmitir a la sociedad el mensaje rotundo de que se actuará sin contemplaciones contra las actitudes racistas. Si es necesario, deben interrumpirse los partidos -los árbitros están facultados para ello-; si es necesario, deben cerrarse los campos de fútbol; y si es necesario, debe identificarse a los ofensores y sancionarlos con multas disuasorias. Resulta que hoy es necesario. Para que la grada no se convierta en refugio y escaparate del racismo.