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Los pasaportes son un invento moderno. Pero la idea de pertenecer a una comunidad, a un pueblo, a una nación es antigua, es de siempre. El ciudadano recibe tal nombre porque pertenece a una comunidad. La comunidad le ofrece una lengua, una cultura y una seguridad. El ciudadano crece en esta lengua, actúa y piensa según esta cultura. Defiende su orden y seguridad. Pero las comunidades no son un sistema cerrado. Aceptan nuevos miembros, se nutren de otras literaturas y músicas, se intercambian avances científicos, sienten curiosidad por otras formas de vivir y relacionarse. Aprecian los nuevos sabores, las diversas construcciones y arquitecturas, la variedad de escenarios y recursos que ofrece la naturaleza y las distintas formas de dominarla y aprovecharla. Todo ello es común y habitual? hasta que deja de serlo.
Shylock, el mercader de Venecia de la tragedia de Shakespeare, se convierte en "el judío" cuando su relación con "los nativos" se tuerce. Y cuando esto ocurre se pone en duda no sólo la posibilidad de que el extranjero tenga los mismos derechos, sino que tenga los mismos sentimientos, constitución física y capacidad intelectual. Se le niega su humanidad. Y el lamento rabioso de Shylock grita así: "¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido por los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?".
La comunidad, el pueblo, la patria son conceptos por los que hay que pasar de puntillas, despacito y con cuidado. Cuando uno habla de su pueblo, su gente, detrás de este posesivo puede haber acumulada suficiente munición física y emocional como para querer negar la humanidad de quien no pertenece al mismo grupo. Las razones por las que la curiosidad por el otro se truncan y se convierten en un rabioso rechazo pueden ser diversas, pero los síntomas son claros: si nuestra forma de vestir no solamente nos gusta, sino que es la mejor; si nuestra lengua no sólo nos hace vibrar por la emoción del recuerdo de los primeros cuentos, sino que es la más antigua o la más rica y armoniosa; si no se sabe que se quiere lo propio precisamente por serlo, y pensamos que nuestro cariño por lo nuestro se debe a razones objetivas... el conflicto está servido.
Stefan Zweig observa también con un pánico que le llevará al suicidio cómo, con la subida del nazismo, ya no se le reconoce por su forma de andar y de escribir, por sus gustos musicales y sus amistades, por sus caprichos y habilidades, por su vestir pulcro y maneras educadas. Su compleja personalidad queda reducida a un solo adjetivo: judío. Y una vez reducido a tan poco es fácil prescindir de él. ¿Quién no se atreve a matar a un adjetivo y a todos a los que califica?