Desde el rellano
más alto de la firme escalera rosada a la sombra del palacio, Virata
administró justicia en nombre del rey, desde la salida a la puesta
del Sol. Su mirada clara penetraba en la conciencia del culpable y sus
preguntas ahondaban en el delito con la perseverancia de un tejón
en la negra madriguera. Severo, pero nunca precipitado, ponía el
espacio refrigerante de una noche entre el interrogatorio y el fallo. Oíanle
los suyos a menudo, en las largas horas hasta la salida del Sol, andar
inquieto en las azoteas, meditando sobre lo justo y lo injusto. Y antes
de juzgar metía en el agua las manos y la frente para que su sentencia
se purificara del calor de la pasión. Cuando la había formulado,
nunca dejaba de preguntar al reo si tal vez había caído en
error; pero era raro que alguien le impugnase; mudos, besaban el umbral
de su cátedra y aceptaban la pena con la cabeza inclinada, como
si saliera de la boca de Dios.
Pero la sentencia
de Virata nunca era de muerte ni aun para los más culpables, y se
guardaba de quienes se lo reprochaban. Porque tenía aversión
a la sangre. La fuente redonda de los antepasados de Rajpuna, sobre cuyo
borde el verdugo doblaba los cuellos para el golpe mortal, y cuyas piedras
se habían oscurecido de la sangre vertida, volvió a quedar
blanca bajo la lluvia de los años.