Pena de muerte | > Índice de textos sobre la pena de muerte |
Junto a él,
cruelmente encadenados con hierro,
en silencio y con
el rostro lívido,
los nueve camaradas.
Ninguno habla,
pues cada uno presiente
adónde le
lleva el carro.
Y que esa rueda
que giran bajo ellos
tiene su vida entre
los radios.
Entonces el estruendoso
carro
se detiene. La puerta
rechina.
Y por la reja abierta,
con mirada lúgubre,
soñolienta,
les observa
un oscuro pedazo
de mundo.
Una manzana de casas,
de techos bajos
y con sucia escarcha,
rodea una plaza
llena de oscuridad y de nieve.
La niebla vela con
un trapo gris
el patíbulo,
y sólo a
la iglesia de oro la roza
la mañana,
con una luz heladora, sangrienta.
En silencio forman
en fila.
Un teniente lee
la sentencia:
Muerte por traición.
Con pólvora y plomo.
¡Muerte!
La palabra, como
una piedra impetuosa,
cae en el frío
espejo de la calma,
suena
con fuerza, como
si partiera algo en dos.
Después el
eco vacío
se hunde en el silencioso
sepulcro
de la glacial quietud
de la mañana.
Como en sueños
siente todo lo que
le está ocurriendo.
Y sólo sabe
que ahora ha de morir.
Uno se adelanta
y sin hablar le pone
un sudario blanco,
ondeante.
Una última
palabra despide a los compañeros.
Con la mirada ardiente,
un grito mudo,
besa él al
Redentor en el crucifijo
que el pope, serio,
apremiándole, le tiende.
Después todos
ellos,
los diez, de tres
en tres,
son remachados con
cuerdas a los postes.
Ya avanza
presuroso un cosaco,
para vendarle los
ojos frente a los fusiles.
Entonces su
--lo sabe, ¡por última vez!--
aquel pequeño
trozo de mundo,
que le ofrece el
cielo allá arriba.
En la claridad matutina
ve la iglesia.
Como dispuesta para
la última cena, la cubierta está al rojo,
inflamada por la
aurora.
Y él con
una súbita dicha extiende la mano para alcanzarla,
como si fuera la
vida de Dios tras la muerte...
Entonces le atan la noche en torno a los ojos.
Pero dentro,
llena de color,
la sangre comienza a fluir.
En una marea de
reflejos,
desde las venas,
la vida
se alza en imágenes.
Y él siente
que en ese segundo,
señalado por la muerte,
todo el pasado perdido
baña de nuevo su alma.
Toda su vida vuelve
a despertar
y se aparece en
imágenes a través de su pecho.
La infancia, pálida,
perdida y gris,
el padre y la madre,
el hermano, la mujer.
Tres migajas de
amistad, dos vasos de placer,
un sueño
de gloria, un hatillo de oprobio.
Y fogoso el embate
de las imágenes
de la juventud perdida
recorre sus venas.
Una vez más,
muy honda, siente toda su existencia,
hasta el instante
en que le ataran
al poste.
Después una
duda arroja,
negras, pesadas,
sus sombras sobre
su alma.
Y entonces
siente que alguien
se le acerca,
siente unos pasos
negros, silenciosos.
Cerca, muy cerca.
Y que le ponen la
mano en el corazón,
que palpita cada
vez más débil,
cada vez más
débil, que ya no palpita.
Un minuto más.
Después se acabó.
Los cosacos
forman al otro lado
en resplandeciente hilera...
Las correas se balancean...
Las manos crujen...
Los tambores rasgan
el aire con su estruendo.
Ese segundo hace
envejecer miles de años.
Entonces, un grito:
¡Alto!
El oficial
se adelanta. Blanco,
ondea un papel.
Su voz, nítida
y clara, corta
el silencio expectante.
El zar
con la gracia de
su voluntad sagrada
ha anulado la sentencia,
que será
conmutada por una pena más leve.