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Fue condenado a pena de muerte. Hubiera sido ejecutado tres años después si, nueve días antes de su cita con la silla eléctrica, el gobernador no le hubiera concedido una prórroga. Tuvieron que pasar nueve años más antes de que el Estado aceptara hacerle una prueba de ADN. El test demostró que era inocente, pero la fiscalía, aduciendo que no era fiable al 100%, convenció al gobernador para que, en vez de liberarlo, le conmutara la pena por la de cadena perpetua. No fue hasta el pasado otoño que una segunda prueba de ADN confirmó, definitivamente, que no era un violador y un asesino. El gobernador no tuvo más alternativa que firmar su libertad. Aun así, el Estado logró mantenerlo varios meses más en prisión por haber atacado a un vecino antes de ser encarcelado en 1982. Por este delito menor ha cumplido una condena el doble de larga de lo habitual.
Varios congresistas que luchan por ampliar los recursos de apelación de los condenados a muerte lo esperaban ayer en el Capitolio de Washington. Virginia, sin embargo, no le permitió salir del estado. El senador demócrata Patrick Lehay explicó que esta actitud es indicativa de un sistema que no reconoce sus errores. Earl Washington fue trasladado a una institución mental en Virginia Beach, donde le enseñarán a vivir en libertad. Virginia, que ha ejecutado a 81 presos desde 1976 (Texas, a 243), es uno de los estados con uno de los sistemas de apelaciones más duros. El condenado sólo tiene tres semanas para presentar nuevas pruebas de su inocencia. Pasado este tiempo, está en manos de la voluntad del gobernador. El caso de Washington ha impulsado una ley en el Parlamento estatal para ampliar este plazo, aunque sólo para tests de ADN. Seguirán sin poderse presentar nuevos testigos, huellas o informes de balística. De los 50 estados de la Unión, 38 tienen la pena de muerte y, de éstos, sólo seis están revisando el funcionamiento de sus sistemas judiciales a la luz de las cruciales pruebas de ADN.