Pena de muerte | > Índice de textos sobre la pena de muerte |
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Sólo nos quedaba el escape de disparar a fallar, de apuntar demasiado cerca o demasiado alto. ¿Cuántos lo harían? Yo no sé si fallé, pero apunté a dar, apunté a la cabeza. Era la única manera que veía de ayudar a aquel pobre chico a acabar cuanto antes.
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Para mi desgracia, yo era seguramente el único de los participantes directos que sentía que aquello era injusto, que era un crimen legalizado. El resto tenía el consuelo de pensar que se hacía justicia.
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Se nos explicó el procedimiento. Íbamos a ir a marines, el campamento de instrucción de reclutas por el que habíamos pasado todos. Formaríamos, traerían al reo, se nos ordenaría: "Un paso al frente, carguen, apunten y disparen". Si acertábamos a la primera, no habría necesidad de repetirlo. Si estaba herido, pero no muerto, él le daría el tiro de gracia. Cuando el oficial comprobara que estaba muerto, ya habríamos acabado.
No se debían fiar mucho de nosotros, pobres soldaditos, porque añadieron al pelotón a tres chusqueros, antiguos soldados reenganchados: un sargento primero, también de avanzada edad (a este no le habían dejado llegar ni a oficial), y dos cabos primeros de reenganche, de los más antiguos. Por lo menos tres balas profesionales que debían llegar a su destino.
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El desgraciado había entrado a robar de noche en una casa, siendo sorprendido por una mujer mayor y su hija de 16 años. Asustado, las había golpeado hasta la muerte con una azada que había cogido del huerto de la misma casa.
Reacción desproporcionada
para un botín ridículo: 347 pesetas. Esa desproporción,
además de algunos informes médicos, que documentaban la insuficiencia
mental del chico, fueron argumentados por el abogado defensor para intentar
rebajar la gravedad de la condena. Pero los jueces militares (el delito
era civil, pero al ser un miembro del Ejército le juzgaban los militares)
rechazaron los peritajes médicos, así como cualquier petición
de clemencia, y dictaminaron condena a muerte, confirmada inmediatamente
por el capitán general. De alguna forma, la sentencia estaba decidida
de antemano.
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Podría haber recurrido quizá a algún enchufe, alegar alguna enfermedad para hacer que me quitaran del pelotón: habían escogido gente de sobra, seguramente tenían prevista alguna baja. Por alguna razón no lo hice: quizá mi mala conciencia por ver morir a ese chico me castigaba a no eludir el odioso acto de la ejecución.
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Ya sé que no dependía solo de mí, éramos muchos, alguno le habría dado, mi bala no hacía falta. Tenía la opción de intentar evadirme, disparar al aire, como si yo no tuviera que ver con aquello, como si estuviera allí por casualidad, o junto a los otros soldaditos formados un poco más lejos, obligados también a presenciar el espectáculo. Pero yo estaba allí, delante de Pedro, me habían obligado a hacerme cargo de su vida, o mejor dicho, a poner fin a su vida. Y, por él, por mí, aquello sería rápido.
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No sé cuantas balas le dieron, no sé si entre ellas estaba la mía, yo sí sé que apunté a dar, pero no sé si fallé el tiro o maté a ese hombre. Sin odio, más bien con simpatía, como una especie de eutanasia.
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"No tuve sensación
de cometer un crimen"
Entrevista
de Joseba Elola a Vicentre Torres. El País, Domingo, 8-1-2012 (fragmentos)
El 14 de abril de 1971, Vicente Torres salió de su casa en un día de niebla espesa para empezar como voluntario su mili. Una mili que le ha perseguido durante toda su vida. Una mili que espera poder arrinconar en alguna esquina recóndita de su memoria con la publicación de su historia.
Son muchos los compañeros de luchas, los vecinos de Benimamet y los alumnos de sus clases de urbanismo en la Universidad Politécnica de Valencia que se sorprenderán al conocer el episodio del fusilamiento en el que participó. A Vicente, de 61 años, se le conoce por su activismo, porque siempre está dispuesto a sujetar una pancarta para apoyar alguna protesta vecinal, alguna manifestación ecologista. Pocos saben que con 21 años participó en la última ejecución de un soldado por parte del Ejército franquista.
Pregunta. Si pudiera rebobinar, ¿qué haría?, ¿volvería a actuar del mismo modo?
Respuesta. Sí, haría lo mismo. Mi visión del mundo es la misma. ¿Qué podía hacer? No podía salirme; el oficial al mando iba sellando todas las alternativas. Éramos un instrumento, una máquina. Eso iba a pasar hiciéramos lo que hiciéramos; no había margen.
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Pedro Martínez Expósito fue condenado a la pena capital por un consejo de guerra celebrado en Valencia el 2 de diciembre de 1971. Estando de permiso en Gandía, el soldado entró a robar en una vivienda y se llevó 347 pesetas. Quería ir al baile. En su camino se interpuso la propietaria de la casa. La mató con una azada. También se encontraba en el domicilio la hija, de 16 años, que corrió idéntica suerte. El abogado del recluta intentó que los jueces tuvieran en cuenta que se trataba de un joven con las capacidades mentales disminuidas. No sirvió de nada. "Lo que había hecho era una animalada", comenta Torres, "pero lo había hecho por un entorno social, por un entorno personal. En realidad yo le veía como una víctima del sistema en el que vivía, no había que matarle por ello". Fue el último soldado fusilado en España. Después de él, en 1974, fueron ejecutados Salvador Puig Antich y Heinz Ches; y ya en 1975 se produjeron los últimos fusilamientos de miembros de ETA y del FRAP. Pero en esos casos ya no era el Ejército el que fusilaba, sino la policía armada y la Guardia Civil, según explica el propio Torres.
P. ¿Cómo vivió el resto de la mili después de la ejecución? ¿En algún momento llegó a sentirse culpable?
R. Yo no tuve sensación de haber cometido un crimen. Tenía la sensación de que había vivido un crimen. Yo no me sentía culpable. Era una putada haber tenido que participar en aquello, pero se trataba de un hecho objetivo que iba a ocurrir conmigo o sin mí. Me tocó a mí como le podía haber tocado a otro. Tal vez sea una manera muy personal de vivir las cosas, o muy defensiva, pero es mi carácter: lo que es inevitable, procuro que no me amargue; y dedico mis esfuerzos a aquello que puedo evitar.
P. Cuenta usted en su texto que podría haber alegado enfermedad para no participar en aquello, ¿por qué no recurrió a esa fórmula?
R. Es difícil de averiguar. Me podría haber escaqueado, pero tampoco iba con mi carácter. O la montaba o lo asumía. Y si no me tocaba a mí le iba a tocar a otro.
P. Usted menciona en su texto opciones que le hubieran permitido escapar a ese momento y sin embargo no escogió aquellos caminos. Podría haber disparado al aire, pero al final optó por no hacerlo. ¿Por qué?
R. Nunca me lo he
planteado. El hecho tenía que pasar. Lo único que podía
hacer era librarme yo de estar allí en medio. Para mí lo
grave es lo que le pasaba a ese chico. Lo que me pasara a mí no
tenía importancia. En el último momento pensé qué
podía a hacer por él. Pues mira, que no sufra. Yo sabía
lo que ocurría en España. Sabía que el régimen
mataba y que le tocaba ejecutarlo a gente que lo hacía obligada.
Eso era lo monstruoso del sistema: el Ejército recurría a
una serie de ritos y procedimientos que convertían a las personas
en máquinas obedientes que habían de cumplir al pie de la
letra los reglamentos; si se salían, lo iban a pagar caro.