Pena de muerte | > Índice de textos sobre la pena de muerte |
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El crimen tuvo lugar, conforme a las pruebas periciales, entre la una y las dos de la madrugada del domingo. Durante ese intervalo, Ray llevaba más de tres horas durmiendo. Fue algo que nunca se cansó de repetir durante los dos juicios que se siguieron contra él. Y así quedó demostrado. Las pruebas de ADN probaron su versión e inculparon a otro hombre, un asesino habitual de Arizona. Pero diez años, tres meses y ocho días después.
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El abogado del Estado asignado recibiría 5.000 dólares por defenderle. "¡Con eso no tienes ni para pagarte un divorcio en Estados Unidos!", apunta Ray. Habló por teléfono con su hermana y le contó lo que le estaba pasando. "No te preocupes, no pasa nada. Soy inocente". En ese momento no quiso pedir dinero ni ayuda a sus familiares. "Siempre pensé que saldría en libertad, que era cuestión de tiempo que encontraran al verdadero asesino". En noviembre de 1992 fue condenado a muerte. Tenía 35 años.
Un mes más tarde ingresó en el corredor de la muerte de Arizona, en el centro penitenciario de Florence. Los guardias del comité de bienvenida le dispensaron un trato que le recordó sus años en el ejército. "Aquí mando yo, y a partir de ahora harás lo que yo diga". Los agentes guardaron sus escasas pertenencias en una caja y le brindaron unos pantalones vaqueros de color azul marino, dos pares de calzoncillos y de calcetines y un par de botas. Fue conducido con las manos esposadas hasta su celda, la 3C8, de alrededor de tres metros de largo por un metro y medio de ancho. La vida, a la espera de ser ajusticiado, quedaba reducida a esas dimensiones. En compañía de una cama, un retrete y un pequeño lavabo.
Sólo podía salir de allí tres veces por semana, tomar una ducha el viernes y recibir tres comidas al día en horarios no establecidos. Ningún tipo de contacto físico con el resto de internos estaba permitido. Sólo tenía posibilidad de hablar con ellos cuando salía a uno de los 16 patios individuales contiguos a la galería.
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-¿Cuál es el peor momento que vivió en el corredor de la muerte?
-Cuando veía que a un interno se lo llevaban al pabellón donde esperas una semana para ser ajusticiado.
-¿Qué hacían esos hombres? ¿Lloraban? ¿Gritaban?
-No vi a nadie llorar cuando se lo llevaban al pabellón de espera. Quizá pensaran: "Hazme un favor". Todo el mundo decía que era mejor estar muerto que vivir de esa manera. Total, vas a palmarla de todas formas. En el corredor de la muerte te tratan como a un animal.
-¿Usted pensaba eso, que era mejor estar muerto?
-Yo no, porque era inocente. Eso me hacía mantener la esperanza al amanecer.
Así pasó tres años, aferrado al instinto de supervivencia. Sus familiares tenían derecho a visitarle una vez al mes durante dos horas. Junto a ellos gestó Ray el recurso de su caso ante la Corte Suprema de Arizona. Un primo de su madre costeó los honorarios de un buen abogado. "Ya sabes cómo funciona esto en Estados Unidos, sin pasta no consigues una buena representación judicial. Y ya había tenido una mala experiencia que no estaba dispuesto a repetir". Si el proceso que le condenó a muerte duró tres días, el del recurso, bajo una buena defensa, se prolongó durante seis semanas y media. Se practicaron pruebas de ADN y Ray fue declarado de nuevo culpable, pero consiguió salir del corredor de la muerte. En enero de 1996 fue trasladado a la unidad central del penal de Florence, sentenciado a cadena perpetua. Empezó a trabajar en la librería y recuperó más libertad para jugar al balonvolea, su deporte favorito. "Lo malo es que volví a tener contacto con la gente. La cárcel es el lugar más racista del mundo que puedas imaginar. Los blancos andan con los blancos, y los negros con los negros. El ambiente parece una bomba a punto de estallar".
Su abogado reclamó en 2002 nuevas pruebas de ADN que inculparon a otro hombre del crimen por el que Krone había sido condenado. En 1992, cuando fue sentenciado, la práctica de este tipo de análisis no era muy común en EE UU. En el Death Penalty Information Center aseguran que 127 condenados a muerte han sido puestos en libertad desde 1973 tras demostrarse su inocencia, de los cuales al menos 15 se libraron gracias a los análisis de ADN, no siempre admitidos en juicio. Ray fue uno de ellos. A las doce del mediodía del 8 de abril de 2002 recibió una llamada de su abogado: "Te vas a casa".
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-¿Es cierto que estaba de acuerdo con la pena de muerte antes de que le sucediera todo esto?
-Sí. Pero hoy creo que no sirve de nada responder a un crimen con el mismo castigo. Como le dije a un reportero nada más salir de prisión: morir es fácil, lo difícil es vivir.
-¿Qué le diría al próximo presidente, o presidenta, de Estados Unidos?
-Algo así: "¿Puedes creer que esto ocurra en nuestro país? No tenemos que matar a nuestra gente. Debemos educarles, prepararles para que se conviertan en personas mejores en nuestra sociedad".
-¿Cree que es posible acabar con la pena de muerte en Estados Unidos?
-No es algo tan descabellado. No hace tanto tiempo, si alguien hubiera dicho que las mujeres podrían votar o que la segregación racial dejaría de existir, nadie le habría creído. Quizá haga falta otra generación que tenga el valor de abolir la pena capital.
Lo cierto es que el 69% de los estadounidenses apoya todavía la pena de muerte, según el último sondeo Gallup relacionado con esta cuestión. Si bien los partidarios siguen constituyendo una mayoría, ese porcentaje alcanzaba el 80% en 1994 conforme al mismo estudio.
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En el corredor de la muerte nipón tuvo la desgracia de recalar Sakae Menda por un crimen que, del mismo modo que el estadounidense Ray Krone, no había cometido. Si hay lugares donde no conviene estar en el momento menos oportuno, uno de ellos es sin duda el burdel cercano a la ciudad de Hitoyoshi donde este japonés pasó la noche del 29 de diciembre de 1948. Allí conoció la lamentable situación de una menor cuya madre obligaba a ejercer la prostitución. "Mi desgracia fue enterarme de aquello. Su madre quería mantenerlo en secreto". Menda tiene hoy 83 años y una paciencia de santo que le ayuda a contar una y otra vez su injusta historia para exigir la abolición de la pena de muerte. "Nadie está capacitado para condenar a otro de forma totalmente justa".
Desde su casa en la isla de Kyushu recuerda cómo durante aquella fatídica noche, a medio kilómetro del prostíbulo donde pernoctaba, alguien entró por la fuerza en un domicilio, robó lo que pudo, asesinó a sangre fría al matrimonio habitante y dejó malheridas a sus hijas. A la mañana siguiente, Menda llegó a la casa de un amigo, donde se alojó durante varios días hasta que cinco fiscales se lo llevaron sin mediar palabra a una comisaría de la policía autónoma de Hitoyoshi. Según Menda, uno de los fiscales ejercía también como proxeneta de la madre de aquella menor a quien falsificaron la edad en su documentación para que pudiera ejercer la prostitución. Ante el temor de que revelase algo sobre la identidad de la joven, su madre le inculpó a él del asesinato cometido cerca del burdel.
La policía le arrancó una confesión mediante "torturas indescriptibles", fue condenado a la pena capital e ingresó en el corredor de la muerte, tras la ratificación de la sentencia por parte del Tribunal Supremo, el día de Navidad de 1951. A lo largo de 11.315 días de encierro, nunca le avisaron de cuándo iba a ser ahorcado. Podía haber sucedido en cualquier momento. Ningún condenado a muerte en Japón conoce el instante de su ejecución salvo cuando ésta va a llevarse a cabo. "El miedo llegaba cada día a las 8.30. Después de la revisión de celdas, si te dejaban salir al recreo, contabas con un día más de vida".
En 31 años, nunca recibió una visita. Su primera esposa se divorció de él. En 1965, su padre le comunicó que en adelante ponía fin a todo tipo de relaciones paternofiliales. "Aunque en su fuero interno pensaba que yo era inocente, estaba avergonzado ante el resto de la sociedad. La idiosincrasia del pueblo japonés es así. Te estigmatiza de por vida y la gente te da de lado. Lo peor de todo fue no permitirme probar mi inocencia. ¿Por qué tenía que aguantar aquella situación sin ser culpable? Fui una víctima del sistema japonés, que se negó a buscar la verdad".
Pero él nunca se negó a encontrar una declaración de inocencia. El padre de un gobernador a quien enviaba libros transcritos al lenguaje braille, actividad que aprendió de uno de los internos, le aconsejó que enviara un escrito de súplica a la sección de Derechos Humanos de la Federación Japonesa de la Abogacía. La sentencia fue revisada y el 10 de junio de 1983 fue declarado inocente de los cargos que le condenaron a la pena máxima. Ese día pasó a ser una de las cuatro personas que han salido del corredor de la muerte en Japón tras la revisión de su caso.
Convertido en sexagenario, Menda contrajo matrimonio por segunda vez al recuperar la libertad y abrió una boutique con su mujer. Recibió una indemnización de cerca de medio millón de euros, cantidad de la que tuvo que descontar los gastos de sus abogados. "Pero cuando uno sale, el calvario continúa. La cruel idiosincrasia japonesa siguió estigmatizándome por haber sido condenado a muerte. A pesar de mi declaración judicial de inocencia, la gente seguía pensando que era un asesino. De hecho, mi registro civil sigue estando en prisión".
"Algo habrá hecho". El estigma del condenado a muerte también persigue al ugandés Mpagi Edward Edmary desde el año 2000, cuando obtuvo la libertad. Hoy tiene 52 años, una esposa y seis hijos. "Todavía hay personas que cuando escuchan mi nombre piensan que si estuve 18 años en el corredor de la muerte, debo ser culpable".
Edward fue sentenciado junto a su hermano el 29 de abril de 1982 por el atraco a un hombre a quien los jueces consideraron asesinado; 18 años después se comprobó que seguía con vida y que ellos no habían cometido el atraco. "En esa época imperaba la corrupción en muchos estamentos de mi país, y el judicial no iba a ser menos. Mi hermano falleció en prisión, a causa de una enfermedad contra la que las autoridades de la cárcel se negaron a conceder una medicación. Sabiendo que éramos inocentes, nunca podrán reparar el daño que me hicieron a mí y a mi familia".
En octubre del año pasado, Edward contuvo la emoción como pudo, se aferró a un micrófono y declaró en la Asamblea General de la ONU: "La pena de muerte no es ni tan siquiera un castigo. Un castigo sirve para reformar, y matando a una persona le niegas la posibilidad de reformarse".