Una de las impresiones
más grandes que recibí en Pamplona fue la de ver pasar por
delante de mi casa, en la calle Nueva, a un reo de muerte, a quien llevaban
a ejecutar a la Vuelta del Castillo, ante un baluarte de la muralla próxima
a la Puerta de la Taconera. El reo se llamaba Toribio Eguía, y había
matado a un cura y a su sobrina en Aoíz. Iba el reo en un carro,
vestido con una ropa amarilla con manchas rojas y un gorro redondo en la
cabeza. Marchaba abrazado por varios curas, uno de los cuales le presentaba
la cruz; el carro iba entre varias filas de disciplinantes con sus cirios
amarillos en la mano. Cantaban éstos responsos, mientras el verdugo
caminaba a pie, detrás del carro, y tocaban a muerto las campanas
de todas las iglesias de la ciudad.
Luego, por la tarde,
lleno de curiosidad, sabiendo que el agarrotado estaba todavía en
el patíbulo, fui solo a verle, y estuve cerca contemplándole.
Parecía un fantasma horroroso, vestido de negro y manchado de sangre.
Tenía las alpargatas sin meter en los pies. Al volver a casa no
pude dormir por la impresión, y el recuerdo me duró largo
tiempo.