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Antonio López Guerra, el verdugo, se presentó a las diez de la noche, tal y como le habían citado. Tenía ocho horas por delante porque "el trabajo" (como a él le gustaba decir) estaba previsto para las seis de la madrugada, antes de que amaneciera. Ocho horas para hacerse con el lugar y preparar el garrote, adaptando a la silla en la que se iba a sentar Pilar el palo, el torniquete, la argolla y los demás elementos que componían el nefasto instrumento. (El tal López Guerra, que dos meses después ejecutaría a Jarabo en Madrid, sería también el ejecutor de Salvador Puig Antich en marzo de 1974, el último ejecutado en el garrote vil).
Pero al verdugo nadie le había prevenido de que iba a ejecutar a una mujer, y allí empezaron los problemas de aquella dantesca noche. De entrada el verdugo se negó a ejecutar a Pilar.
"Una de las primeras condiciones que se debían poner al entrar en este destino es la de no tener que ejecutar nunca a una mujer. Ejecutar a una mujer es peor que ejecutar a treinta hombres. Tener que hacerlo con una mujer es lo más duro, y más con una muchacha joven de carnes tan blancas como aquélla", le confesó años después el verdugo al escritor Daniel Sueiro.
Con una botella de coñac lograron convencer y darle valor al verdugo, pero en el cuerpo de guardia de la prisión no cesaron las dificultades. Todos los presentes estaban pendientes del teléfono por si llegaba el indulto en el último instante, lo que todos deseaban para poder ahorrarse el macabro espectáculo que les esperaba. Y Pilar, por su parte, gritando como una posesa: "¡Soy muy joven! ¡No quiero que me maten!". Así narró el verdugo López Guerra los recuerdos de aquella noche a Daniel Sueiro:
"Todas las personas que estábamos allí, el presidente, los del tribunal, empleados de la prisión de mujeres y todos, hasta el cura, todos decaídos y desanimados porque una mujer es muy diferente a un hombre. Una hora lo menos esperando allí, desde las seis de la mañana hasta cerca de las siete, ya era completamente de día, se hizo de día y todos con las caras desencajadas y a uno de los oficiales le dio un mareo y tuvieron que llevárselo. Iban a dar las siete, ya de día, hacía sol y entonces ya sin poder aguantar voy y le digo que a ver qué hacemos, qué coño pasa, cuándo se hace esto porque si no yo me voy. La muchacha debió de oírme, que seguía allí esperando, y entonces va y se dirige a mí y entonces fue cuando ella me preguntó si yo tenía mujer, si tenía una hija, sí, y por qué tenía tanta prisa, por qué tenía yo tantas ganas de matarla".
Pero López Guerra no tenía ganas de matarla y al oír las palabras de Pilar dijo que sí tenía una hija y volvió a negarse a ejecutarla. Ya habían tocado las siete en el reloj de la prisión y el sol brillaba en el patio cuando la fuerza pública tuvo que llevar a rastras hasta el patíbulo tanto a la condenada como a su verdugo.
Una vuelta y media de manivela fue suficiente para romperle el cuello a aquella desgraciada muchacha que acababa de cumplir 31 años y que fue arrojada al otro mundo como lo había sido de niña de su pueblo a la ciudad. Se fue sin saber leer, sin conocer el amor y sin haber gozado un segundo de felicidad. Nadie fue a recoger sus restos.
El desaparecido fiscal José Vicente Chamorro, muy joven en aquellos días, tuvo que presenciar por obligación la ejecución y contó que lo vivido había sido suficiente para hacerle luchar toda su vida contra la pena de muerte. Y uno de los letrados, también testigo presencial, se la contó a su paisano y amigo Luis García Berlanga, y éste se la contó a Rafael Azcona, y así nació una de las más grandes películas del cine español, El verdugo.