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No les ha ocurrido sólo a Curtis y Eddie. Las malas prácticas en investigaciones policiales, forenses y judiciales han llevado al menos a 232 inocentes a la cárcel en Estados Unidos. La asociación Innocence Project los ha sacado de prisión gracias a pruebas de ADN que han demostrado de forma inequívoca que no eran culpables. Casi una veintena de ellos estaba en el corredor de la muerte, como Curtis McCarty. A punto de recibir un castigo que no tiene vuelta atrás. Innocence Project nació hace 17 años en las aulas de una facultad de Derecho, y ahora es una ONG. Se financian con donaciones que les permiten pagar las costosas pruebas de ADN. Y luego les ayudan a reintegrarse en la sociedad.
El problema de las condenas erróneas no se da sólo en la justicia norteamericana. También en España han aparecido durante los últimos años casos sangrantes de personas inocentes sentenciadas y encarceladas, en ocasiones durante media vida. Como Ahmed Tommouhi, Abderrazak Mounib, Francisco Javier García, Rafael Ricardi, Jorge Ortiz o Roberto Espinales. Pero en nuestro país aún no hay estadísticas. Ni estudios. Ni un grupo amplio de juristas dispuestos a emplear su tiempo en averiguar por qué alguien que no ha delinquido acaba en prisión. Innocence Project lleva 16 años analizando los datos de los casos que decide llevar. No se trata sólo de sacar de la cárcel a una persona, sino de saber qué es lo que está fallando en el sistema. Porque no es la mala suerte lo que condena a un inocente, sino unas pautas que se repiten: abuso de poder, arbitrariedad, testigos que se equivocan y errores humanos que pueden remediarse.
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Hay varios problemas estructurales que provocan sentencias injustas. En primer lugar, los errores de identificación de sospechosos, que están detrás de más de tres cuartas partes de los casos. Víctimas y testigos creen reconocer a una persona inocente como el violador o asesino. Casi siempre se debe a una mala práctica en la investigación: reconocimientos en rueda en los que los cebos no se parecen al sospechoso; policías que sólo enseñan la foto de quien creen que ha sido el culpable, de forma que la víctima, a partir de ese momento, identifica esa imagen con el recuerdo borroso que tiene del criminal; o investigadores que "sugieren" quién es el culpable, convenciendo al testigo de que, aunque no lo recuerde bien, no se está equivocando.
Otro problema es la mala praxis de los laboratorios forenses. A veces, como en el caso de Curtis McCarty, hay fraudes instigados por policías y fiscales que, ante la falta de pruebas, alientan al laboratorio para que amañe los resultados. Otras veces, el error no se debe a la mala fe, sino a la ingente carga de trabajo y a la pobre preparación de algunos profesionales. Finalmente, el mal hacer y la indiferencia de abogados de oficio que se encargan de casos de personas con escasos recursos también contribuyen a alimentar estos errores. Y configuran un perfil muy determinado del inocente encarcelado: en un 90% de los casos, las identificaciones erróneas que sirven de base para una condena están realizadas por blancos que señalan como culpables a un negro o hispano.
Suele repetirse un patrón: la mayoría son delitos sexuales en los que la víctima no pudo ver claramente al agresor y la brutalidad del delito empuja a la policía a encontrar a un culpable de inmediato. El respeto a las garantías legales queda en un segundo plano ante la necesidad de que alguien, el que sea, pague por lo que ha pasado.
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