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Lo dejó dicho el escritor Vassili Grossman, que supo mucho de aquel tiempo: "El nombre de Stalin ha quedado inscrito para toda la eternidad en la historia rusa". Y así fue. En 1917, los sóviets toman el poder en el país y se entierra para siempre un mundo: la etapa zarista. Cinco años después comienza Josef Stalin a brillar de verdad, cuando Lenin le asciende a secretario general del Partido Comunista, con dudas, sí, pero sin alcanzar a imaginar que él, uno de sus seis cargos de confianza antes de su muerte, en 1924, llegaría a acabar con los otros cinco. Y de paso, con sus conciudadanos en un verdadero ejercicio de exterminio social.
A los protagonistas de todos estos retratos desconocidos, días antes de morir, horas antes, minutos o segundos antes, les mandan salir de la celda, caminar por pasillos inmundos y oscuros, después de haber sido interrogados y torturados; les hacen posar ahí, delante del fotógrafo ("Mira aquí, mira; mantén la pose, mira a la cámara"), al aire libre, con luz natural para que quede mejor, más real, en un rincón cualquiera, en un patio. Quizá estén solos y se llamen Oleg Alexandrovich Kamenetski, estudiante de arte de 21 años, acusado de contrarrevolucionario, que va a ser fusilado el 12 de julio de 1929 y su memoria no quedará rehabilitada hasta 1990; o Aziza Rajimovna Shirinskaia, maestra de escuela, de 37, detenida junto a sus hermanos Akmet-Kemil, Shakir y Selim-Girei por participar en actividades antisoviéticas, que serán fusilados el 10 de enero de 1933, sin que nadie pueda limpiar su imagen hasta 1990; o María Skibitskaia-Tseitlin, médica, de 44, con cargos que se ignoran, condenada y ejecutada el 21 de junio de 1937, a la que nadie ha rehabilitado.
O quizá se encuentren junto a otros de los detenidos esta misma noche, ayer, hace unos días, durante una u otra razia. Y tras el baile consiguiente de autoinculpaciones, acusaciones mutuas, mentiras ("Danos nombres, queremos nombres"), ellos y ellas se quedan quietos, posan, miran al objetivo detenidamente. Y por su rostro, por sus ojos, van desfilando todos los sentimientos posibles, la incredulidad, el espanto, el desprecio, la ira, la tristeza, el orgullo, el dolor, la provocación, el miedo, incluso alguna sonrisa de esas tontas que se escapan cuando ya la esperanza está perdida, uno o una sabe que va a morir y punto; cuando ya se ha agostado incluso el deseo imperioso de salvar la vida, de alargarla como sea, de sobrevivir a cualquier precio; o de rescatar al hijo, al esposo, al padre también prisioneros, desterrados, congelados en un agujero en Siberia, en los Urales ("Prohibidas las visitas y las cartas durante 10 años", era lo mínimo), para siempre ya desaparecidos.
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No había nada para justificar lo injustificable, viene a decir David King, el autor de Ciudadanos comunes. Las víctimas de Stalin (Francis Boutle Publishers, Londres), un libro donde se publican algunos de los retratos descubiertos en la Lubianka. Sólo ansia de poder y afán por hacer desaparecer a los otros, la misma saña y minuciosidad con que Stalin, conocido como "el devorador de imágenes", manipulaba las fotografías oficiales, amputaba, tachaba, rehacía, retiraba de ellas a aquellos que no le interesaban; hacía como si nunca hubieran existido. "Estar o no estar en la foto", ésa era la clave.
Le sucedió primero a León Trotski, y luego, a muchos otros que, de su completa adhesión al régimen y a la causa bolchevique, pasaron al olvido. Como Nikolai Yezhov, el mejor pupilo de Stalin, comisario del Pueblo de Asuntos Internos, jefe de la policía secreta durante la llamada Gran Purga entre 1936 y 1938, cuando el hip parade de la propaganda clamaba en carteles lo de "limpiemos el partido de individuos clasistas y elementos hostiles, degenerados, traidores, arribistas, egoístas, burócratas y personas moralmente decadentes". Yezhov se dedicó en cuerpo y alma a eliminar todo rastro trotskista. Se cree que, sólo en 1936, 3.000 oficiales superiores de la policía secreta fueron asesinados bajo su mandato. Se le atribuyen millones de fusilamientos políticos. En el verano de 1938 fue relevado de su cargo; el 10 de abril de 1939, detenido, y nunca más visto: se quedó sin imagen.
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Entre las fotos, las hay también de artistas, escritores y poetas. Stalin los consideraba sus peores enemigos. El poder de la palabra. Sin embargo, "ese espíritu ruso", decía Jorge Edwards, "ese estado de ánimo, esa actitud profundamente creadora, podía existir a pesar de Stalin". Y existió. Los detalles de aquel tiempo han quedado escritos y descritos en la obra de muchos autores, fusilados o condenados a trabajos forzados en el gulag ("reeducación mediante el trabajo", era la máxima; un subterfugio para obtener mano de obra gratis que explotara las minas, que levantara obras públicas, para la industrialización). Ellos describen lo que sus ojos ven a diario, lo que sus cuerpos sufren y sus mentes sueñan; narran su lucha por sobrevivir, por continuar siendo personas. Como Isaac Babel, que trabajaba en una novela sobre la Cheka, la policía secreta de Lenin, y nunca la llegó a terminar; Osip Mandelstam, congelado de por vida por culpa de un poema sobre Stalin ("Él puede matar y a la vez ser dulce / Es un georgiano de gran corazón", escribió Varlam Shalamov, quien pagó un alto precio, tres lustros de encierro, por desvelar el testamento de Lenin y sus dudas sobre Stalin; Solzhenitsin, que mostró al mundo los crímenes del totalitarismo; Evgenia Ginzburg, arte y parte culpable del estalinismo un tiempo y luego víctima de su represión.
"Lo que yo he visto, un hombre no lo ha de ver, ni siquiera lo ha de conocer", escribió un día Shalamov desde ese encierro al que consiguió sobrevivir y que describió en sus Relatos de Kolyma, un centenar de historias breves que no se publicaron en Rusia hasta los ochenta; un documento estremecedor sobre la degradación y la deshumanización de la vida en los campos de prisioneros de Stalin, por los que se cree pasaron unos 20 millones de personas. "¿Cómo contar lo que no puede ser contado? Es imposible encontrar las palabras. Morir tal vez habría sido más sencillo", concluye.