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La decisión fue aprobada por cinco votos en contra y seis a favor. Los jueces debían optar entre "una medicación forzada seguida de una ejecución, o ninguna medicación seguida de psicosis y cárcel", resumió el magistrado Roger Wollman en nombre de la mayoría que prefirió imponer la pena capital. Wollman estimó que la mejor opción era la primera, porque el tratamiento "beneficia al prisionero", independientemente de lo que pueda ocurrir luego. "Ser elegible para una ejecución es la única consecuencia indeseada de la medicación".
El juez Gerald Heaney,
en nombre de sus otros cuatro colegas que se opusieron al dictamen, declaró
que "ejecutar a un hombre severamente incapacitado sin tratamiento, y bastante
incompetente cuando está sometido a medicación, es el ejemplo
máximo (...) de aplicar una venganza sin sentido".
"Este tipo de casos
son muy poco frecuentes, pero muy simbólicos", comenta Richard Dieter,
director del Centro de Información sobre la Pena de Muerte, una
asociación independiente contra la pena capital.
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La decisión abre un complejo debate ético. "¿Hasta qué punto puede un Gobierno tomar decisiones que invaden tanto la vida de un individuo utilizando personal médico que tiene la obligación de curar y tratar, sobre todo cuando el resultado no es salvar la vida del paciente, sino ejecutarlo?", se preguntaba en las páginas de The New York Times Jeffrey Marx Rosenzweig, el abogado de Singleton, que piensa presentar el caso ante el Tribunal Supremo.
El veredicto pone "a los médicos que tratan a condenados psicóticos en una situación insostenible: tratarlos puede darles un breve alivio que resulte en una ejecución; dejarles sin tratamiento les condena al mundo en el que vive Singleton, lleno de alucinaciones", subrayó el juez Heaney.
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