Pena de muerte | > Índice de textos sobre la pena de muerte |
A favor de la pena de muerte alegan, por ejemplo, Santo Tomás y Alfonso de Castro que del mismo modo que el cirujano debe amputa el brazo para impedir que la infección se extienda al resto del organismo, así también se debe eliminar al delincuente --miembro corrompido de la comunidad-- para evitar que contamine al organismo --esto es: a la Sociedad--. Pero esta comparación no es afortunada, pues el brazo es un miembro cuyo fin no está en sí mismo, sino en el servicio que presta - y sólo en tanto en cuanto pueda prestarlo - al cuerpo humano como totalidad; en cambio, que la persona humana no sea un fin en sí mismo, que sea un mero medio o instrumento de la Sociedad es una concepción peligrosa que puede justificar --y de hecho lo ha justificado-- las más crueles arbitrariedades: "Nadie es más que nadie --gustaba de repetir Antonio Machado--, porque por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre." Pero es que, además y en segundo lugar, la amputación del miembro sólo está médicamente justificada cuando sea imprescindible para salvar el resto del organismo: si es posible la curación con un procedimiento menos radical, a él estará obligado a acudir el facultativo. Por consiguiente, la analogía de Santo Tomás sólo puede pretender una cierta fuerza de convicción si se demuestra que la eliminación de un ser humano es imprescindible para salvar la Sociedad.
Pero con ello estamos ya ante un segundo argumento con el que se trata de buscar una base a la pena de muerte. Ante el argumento de que, al matar al delincuente, el Estado actúa en legítima defensa, de que la pena de muerte es necesaria para prevenir el delito. Si de alguna cosa estamos sobrados es de estadísticas sobre el movimiento delictivo con y sin pena de muerte. Y ninguna de ellas deja de poner de manifiesto que la pena de muerte para nada influye en la prevención general. Unos pocos ejemplos entre los numerosísimos. Los delitos de violación disminuyeron en Canadá a raíz de la supresión de la pena de muerte prevista para tales hechos; en Inglaterra no aumento la comisión de aquellos delitos que, en 1957, dejaron de ser castigados con la pena capital; lo mismo se observó en Yugoslavia a partir de 1950. Los resultados estadísticos de Alemania, Austria, Finlandia, Noruega y Suecia señalan, así mismo, el nulo influjo de la pena de muerte. A las mismas conclusiones llevan los datos que, en referencia a España, ha recogido recientemente el profesor Rodriguez Devesa, elaborando dos series de correlaciones entre pena de muerte ejecutadas y delitos de asesinato y robo con homicidio que demuestran "que un descenso en la ejecución de penas capitales no sólo no ha comportado un incremento de dichos delitos, sino que ha sido acompañado de un descenso de estas conductas particularmente graves".
Esta falta de relación - a primera vista sorprendente - entre pena de muerte y prevención general obedece, entre otras, a estas dos circunstancias. A la circunstancia de que el que realiza un delito capital no piensa en el momento de la ejecución - si es que en ese momento piensa en algo - que su acción va a ser descubierta; si tenemos en cuenta que se han calculado que de cada cinco delitos contra la vida sólo tres llegan a ser conocidos, habrá que reconocer que al criminal no le faltan motivos que abonen su confianza. Pero es que, además, ningún jurista - y menos aún el delincuente - pueden decir por anticipado si a un hecho va a seguir o no la pena de muerte, pues la ejecución de esta depende de que haya o no un indulto, de que se aplique un tipo (por ejemplo, el homicidio) u otro (por ejemplo, el asesinato) de la concurrencia o no de agravantes, atenuantes o eximentes y, en fin, de multitud de consideraciones jurídicas imposibles de abarcar y determinar apriorísticamente.
Prescindiendo de los argumentos de prevención general, se ha pretendido también basar la pena de muerte en la justicia de esa reacción. El delincuente que no ha respetado la vida ajena debe ser retribuido perdiendo su propia vida; ésa es la expiación justa por la falta cometida. Este razonamiento desconoce para qué está y a qué sirve el Derecho Penal. El comportamiento humano está condicionado por tal infinidad de factores --biológicos, psicológicos y sociológicos-- que ninguna persona puede determinar si --y cómo-- han influido esos factores en el acto de otra persona. Por ello, a nivel humano no es posible hablar ni de expiación ni de retribución, pues como desconocemos el grado de libertad de cada persona --con su irrepetible individualidad-- en cada uno de sus actos, desconocemos también si tiene algo que expiar. El fin del Derecho Penal no es el de moralizar ni el de retribuir; es mucho más modesto y acorde con las posibilidades humanas: es el de defender a la Sociedad e impedir la lesión de intereses jurídicos en cuya integridad todos estamos interesados. Y si la pena de muerte --como hemos visto que muestran las estadísticas-- no contribuye lo más mínimo a la prevención de delitos, entonces nada puede justificar la imposición de una pena que solo acarrea la pérdida del bien más preciado del hombre a cambio de ninguna utilidad para la Sociedad.
Con esto quedan expuestas --y rebatidas-- las razones que se arguyen a favor de la pena de muerte. En contra de ella hablan entre otras, y además de las ya referidas, las siguientes consideraciones: la irreparabilidad del castigo en el supuesto --no tan infrecuente como se quiere hacer creer-- del error judicial, y, sobre todo, que implica la existencia de una maquina estatal perfecta, con hombres a su servicio, destinada a la eliminación de seres humanos; la pena de muerte --se ha dicho-- no borra el crimen, sino que lo repite".
Resumiendo, se puede decir: la pena de muerte es, desde un punto de vista de prevención general, inútil; es, además, injusta, porque supone una reacción absoluta contra una persona sobre cuyas motivaciones y libertad sólo poseemos --como hombres limitados que somos-- conocimientos también limitados y relativos; y es inhumana porque hace preciso el mantenimiento por el Estado de un aparato exclusivamente destinada a la eliminación de personas con la más absoluta sangre fría; con razón se ha dicho que si son incompatibles con la sensibilidad actual penas de mutilación, como la de cortar la mano al ladrón, con mucho mayor motivo lo será la de cortar la cabeza.
En el capítulo del Derecho comparado hay que señalar que en el área geográfica y cultural a la que pertenece España, la pena de muerte o ha desaparecido o está en trance de desaparecer; por lo menos en lo que refiere a su aplicación en tiempo de paz. Así ha sido abolida por ejemplo, en Austria, Finlandia, Noruega, Suecia, Italia, República Federal de Alemania, Portugal, Suiza, Países Bajos y Reino Unido. El problema es si, como en tantos otros, también en este sector queremos o no ser los últimos; los últimos --y, por consiguiente, los rezagados-- en extraer las consecuencias del patrimonio cultural y espiritual de Occidente.
Después de esta rapidísima ojeada en torno ala discusión sobre la pena de muerte, una referencia, para terminar a algunas motivaciones que pueden ayudar a explicar por qué la institución aún no ha sido del todo abolida.
La actitud de ciertos defensores de la pena de muerte de seguir hablando, automática y apasionadamente, de que dicho castigo es necesario para la Sociedad, a pesar de que no han aportado ningún dato empírico que demuestra la incidencia favorable de la pena de muerte en la delincuencia capital, y, a pesar de que en ninguno de los numerosos países en donde ha sido suprimida se ha producido la hecatombe que los antiabolicionistas anunciaban, pone de manifiesto que, como repetidamente se ha señalado, es a un nivel distinto del racional donde tiene lugar la decisión a favor de la máxima pena; tiene lugar a nivel del conocido mecanismo psicológico de defensa de la proyección. Los impulsos conscientes o inconscientes de cada individuo, que están en contradicción con el orden moral y jurídico de la Sociedad, producen sentimientos de culpabilidad y la consiguiente situación de ansiedad. Una manera de liberarse de esta tensión es la de proyectar fuera de sí mismo, sobre otra persona o grupo de personas, estos impulsos prohibidos para que, también fuera de uno mismo, sean reprimidos con un castigo. Las persecuciones y exterminios de grupos étnicos, ideológicos y religiosos, y también la institución de la pena de muerte, aparecen así desde otra perspectiva; desde otra perspectiva que explica la despiadada virulencia que a menudo alcanzan los conflictos interhumanos, pues la persona o grupos objeto del odio no pagan solo por sus faltan reales o supuestas, sino también - y sobre todo -. Por los sentimientos de culpabilidad ajenos que sobre ellos han sido proyectados. En este sentido, es significativo la trivialización por parte de los defensores de la pena capital de la posibilidad de error judicial, como, así mismo, el clima que se crea ante cualquier proceso sensacional, dando por segura la culpabilidad del acusado antes de que sea determinada por los tribunales; una y otra cosa obedecen a que lo que en realidad importa en la distensión de la propia situación conflictiva, y para que esa distensión se produzca basta la existencia de un sujeto receptor de la agresividad, siendo a estos efectos absolutamente indiferentes su inocencia o culpabilidad.
La violencia individual es hoy un tabú; se tolera y se fomenta, en cambio, la aplicación más desnuda de la fuerza física cuando parece "legitimada" porque se ejerce en nombre de la colectividad; así sucede con la guerra y así sucede, también con la pena de muerte como tan meritoriamente viene señalando Mitscherlich, el estudio y esclarecimiento psicosociológicos de los mecanismos de agresión a que obedecen esas formas "legitimadas" de violencia es más trascendental que nunca, pues, por una parte, la capacidad de destrucción de las modernas armas hace que sea la supervivencia de la Humanidad la que este en juego, y, por otra, es ese esclarecimiento de las causas la única posibilidad de crear un modelo estructural que haga psicológicamente posible la no violencia. Pero es trascendental también porque los cada vez más frecuentes brotes de violencia individual, que sirven de pretexto a algunos para rasgarse las vestiduras que hace tiempo y por otras formas de violencia incomparablemente más destructivas deberían estar ya rasgadas, ponen de manifiesto que aumenta el número de individuos a los que les es difícil entender esa contradicción en el enjuiciamiento de los mismos fenómenos según estén o no respaldados colectivamente. Y es que la Sociedad sólo puede aspirar a --y tener autoridad para-- combatir la violencia cuando ella misma la suprima; entre otras cosas, suprimiendo la pena de muerte.