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De su estancia en el corredor de la muerte, a Anthony Ray Hinton, de 59 años, se le grabaron en la memoria de forma indeleble las noches de ejecuciones en la silla eléctrica y la mañana siguiente.
En sus casi tres decenios encerrado en una cárcel de Alabama, a la espera de su último día -infierno del que salió el pasado abril tras reconocerse su inocencia en el doble crimen que le imputaron en 1985-, Hinton "vio morir" a 53 compañeros, de los que una treintena dieron su último y largo suspiro al ser achicharrados.
"Sabíamos el momento exacto porque las luces se apagaban", explicó. Horas después, al amanecer, "en el ambiente se respiraba el olor a carne quemada", evocó hace unas semanas en las páginas de esta misma sección.
La barbarie siempre halla nuevas formas de expresión. "Buscando un método de ajusticiamiento más humano que la horca, Nueva York construyó la primera silla eléctrica en 1888", señala el Death Penalty Information Center, organización sin ánimo de lucro con sede en Washington.
Esta semana se ha cumplido el 125 aniversario de la primera ejecución. La conmemoración, si es que se acepta este término en asunto tan cafre, llega en un momento de declive de la máxima condena entre los estadounidenses. Las encuestas todavía indican una opinión favorable, pero si en 1996 la apoyaba un 78% de los ciudadanos, la cifra había retrocedido esta primavera al 56%, el nivel más bajo jamás registrado.
Al asesino convicto William Kemmler le sentaron para la eternidad el 6 de agosto de 1890.
Le impusieron la pena capital por trocear con una hacha a su amante. Sucedió en 1889.
Según sostiene el profesor de sociología Richard Moran en su libro Executioner's Current: Thomas Edison, George Westinghouse and the invention of the Electric Chair, Kemmler les dijo a sus verdugos de la prisión de Auburn; "Tómense su tiempo y hagan bien las cosas, no tengo prisa".
Cuentan las crónicas que su defunción llevó ocho minutos. La media habitual, realizada a partir de las más de 4.000 ejecuciones practicadas en Estados Unidos desde entonces, oscila entre los dos y los quince minutos.
La introducción a partir de 1977 de la inyección letal -por la misma razón, por ser "un mecanismo más humano"- provocó que la silla eléctrica quedara arrinconada. Entre los 31 estados en que se aplica la pena de muerte, en siete todavía existe este método (Alabama, Arkansas, Florida, Kentucky, Oklahoma, Carolina del Sur y Virginia). Pero es alternativo, a criterio del reo.
Por los problemas en el suministro de fármacos y los errores a la hora de inyectarlos, lo que ha causado que algunos ejecutados agonizaron casi una hora, el estado de Tennessee aprobó en mayo del 2014 la implantación del uso obligatorio de la silla eléctrica si no se dispone de las drogas.
La medida está recurrida ante la justicia por los presos del corredor de la muerte de Tennessee. Argumentan, a partir de la Octava Enmienda de la Constitución, que "el viejo chisporroteo" es un castigo "cruel e inusual".
El libro del profesor Moran, una especie de biografía de la silla eléctrica, convertida en símbolo de la pena capital, describe cómo fue la competencia entre la pareja de gigantes del sector energético, Edison y Westinghouse, la que propició la invención de este método. La idea partió, sin embargo, del dentista Alfred Southwick, originario de Buffalo, ciudad al norte del estado de Nueva York.
Tuvo la inspiración al observar que un borracho tropezó y, de forma accidental, se electrocutó con un generador. Southwick se iluminó. Le pareció que esa persona falleció sin sufrimiento y se lo comentó a un amigo legislador.
A la hora de concretar, ganó Edison. En sus pruebas, electrocutó gatos, perros e incluso un caballo. Para Moran, este invento "racionalizó" el proceso de enviar alguien a la muerte empleando la ciencia y la tecnología. La muerte de Kemmler la calificó de "primera ejecución moderna".
Así empezó
otro capítulo en la historia de la infamia.