El
reo, el pueblo, y el verdugo ó La ejecución pública
de la pena de muerte
Concepción
Arenal (1820-1893).
III - Inconvenientes para el ejecutor. (www.cervantesvirtual.com)
Meditando sobre
la pena de muerte, es imposible no preguntar si no debe haber algún
vicio en la teoría de una ley cuya práctica lleva consigo
la creación de un ser que inspira horror y desprecio; de una criatura
degradada, vil, siniestra, cubierta de una ignominia que no tiene semejante;
de un hombre, en fin, que se llama el verdugo. Cuando la ley arroja así
a la opinión un hombre, una generación de hombres, para que
la opinión la odie y le escarnezca, ¿la ley no comete un
atentado de lesa justicia, de lesa dignidad humana? Las leyes, como los
hombres, deben pensar lo primero en no hacer mal; el hacer bien viene después,
y muy lejos. Asombra cómo el legislador puede escribir sin vacilar:
«Habrá un verdugo en cada Audiencia.» Es decir, habrá
un hombre degradado, vil y maldito, cuya proximidad inspira horror, cuyo
trato da vergüenza, y cuyos hijos son viles y degradados, y malditos
como él. Imagínese cualquiera lo que pensaría, lo
que sentiría, lo que haría si hubiera nacido hijo del verdugo.
No tendría más alternativa que aceptar resueltamente la horrible
herencia de su padre y tomar su oficio, o huir avergonzado del que le dio
el ser, procurando ocultar su ignominia, envidiando a los expósitos,
y engañando a la mujer amada para que no le rechace con horror y
con vergüenza.