El salón
de plenos del Ayuntamiento no era muy grande. Al fondo del mismo se situaba
el tribunal, constituido por tres militares, uno de ellos un coronel, que
lo presidía. A la derecha, en mesa aparte, se situaba el fiscal,
un capitán. A la izquierda, en otra, un teniente, el defensor. Enfrente,
sentados en bancos, los procesados, una treintena, atados unos a otros.
Detrás de ellos, guardias civiles con sus fusiles. Y a espaldas
de éstos, el público: algunos curiosos, como yo y mis compañeros,
y familiares de los presos. Uno de los oficiales que formaban el tribunal
leía los nombres de los procesados y su pertenencia a una organización
de izquierda, su huida a Gibraltar, su paso a la zona republicana y su
captura en Málaga. Luego tomaba la palabra el fiscal, que volvía
a leerla, indicando la petición de condena para cada uno. Las dos
veces que asistí pidió la pena de muerte para todos, excepto
para uno o dos, los últimos, para los que solicitó cadena
perpetua. Tras el fiscal llegaba el turno del defensor, un teniente de
edad bastante avanzada, con un sable delante de sus papeles. El defensor
-no olvido detalle alguno- se levantaba de su asiento y decía lo
siguiente: «Pido al tribunal clemencia para mis defendidos».
Pronunciadas estas palabras, se sentaba. El tribunal no se retiraba a deliberar.
Los dos oficiales situados a los lados del presidente acercaban sus rostros
para mirar, los tres, la lista que éste tenía ante sí,
y se le veía hacer una señal con un lápiz. El silencio
era absoluto. Ni una tos ni un movimiento entre el público o los
procesados. Terminada esta tarea, el presidente del tribunal mandaba ponerse
en pie a los acusados. Se levantaba uno de los oficiales del tribunal y
leía el nombre de cada uno, seguido del «pena de muerte»,
o «cadena perpetua». En un momento estalló en la sala
el llanto de una mujer que tenía cerca de mí. El presidente
detuvo la lectura del listado, se dirigió a la sala y tronó:
«¡Silencio!». El oficial continuó la lectura de
las sentencias. Los procesados no pronunciaron una sola palabra. Cuando
el presidente dio por terminado el consejo de guerra sumarísimo,
la guardia civil colocó a los detenidos en fila y, atados unos a
otros, como estaban, bajaron la escalera y subieron en dos camiones que
esperaban allí mismo. Los familiares sólo pudieron mirarlos,
mirarlos por última vez, porque aquella misma noche se cumplirían
las sentencias.
Me impresionaron
estos dos consejos de guerra mucho más que otros acontecimientos
terribles vividos desde julio de 1936. Porque los fusilamientos de republicanos
en San Roque me parecieron represalias del momento, pero esto de los consejos
de guerra era distinto. ¿Cómo podía condenarse en
masa? ¿Cómo era posible aquel simulacro de defensa? Apenas
he de decir que, aunque enfriado mi fervor patriótico, no sentía
la menor simpatía por la causa republicana (no tenía por
qué sentirla), de la cual me llegaban informaciones espantosas a
través del ABC de Sevilla, de las radios nacionales, de los folletos
de propaganda antirrepublicana, de las referencias de las charlas de Queipo,
todo ello coherente con mi propia experiencia de las cuatro horas del 27
de julio de 1936. Pero esos dos consejos de guerra, al ver desfilar, tan
cerca de mí que los podía haber tocado, a aquellos hombres
que horas después estarían muertos, me produjeron una intensa
emoción. Me inspiraban lástima, ellos y sus mujeres, que
quedaban llorando en el salón y luego, cogidas del brazo, bajaban
despacio la escalera y salían.