Pena de muerte | > Índice de textos sobre la pena de muerte |
El caso de Lloyd es la demostración más palpable de que las pruebas científicas, en especial el análisis del ADN, no sirven únicamente para condenar, sino también para probar la inocencia de gentes perseguidas injustamente. Y, en su enorme desgracia, Lloyd puede sentirse afortunado, porque en Michigan no hay pena de muerte. Para otros, la ciencia llegó demasiado tarde.
Por fortuna, la práctica de la prueba del ADN está cada vez más extendida. Así, en la facultad de Leyes Cardozo, de Nueva York, funciona el Innocence Project, dedicado a estos menesteres. Según sus estadísticas, han ayudado a 95 condenados a demostrar que no eran los responsables de los crímenes que les imputaban. Diez de ellos estaban ya en el corredor de la muerte.
Historias similares se han producido también en España, aunque sin el dramatismo de la pena capital, eliminada hace años de la legislación. Por ejemplo, en 1998 "La Vanguardia" publicó lo ocurrido a un joven de Terrassa, encarcelado por un robo con intento de violación. El detenido fue reconocido por la víctima, y sólo la huella genética pudo sacarle de prisión. Luego se supo que el hombre tenía un doble; alguien físicamente igual a él.
El análisis del ADN es, hoy por hoy, la prueba estrella de la medicina forense, puesto que las leyes genéticas se han convertido en un detective silencioso, pero implacable. Fue en 1984 cuando un joven científico de la Universidad de Leicester (Gran Bretaña), Alex Jeffreys, estableció que cada persona tiene una huella genética única, irrepetible. De su trabajo se derivan dos consecuencias cara a la investigación. Una, que cada una de nuestras células tiene la huella del ADN, con lo cual es posible identificar sin dudas de quién es un pelo, una gota de sangre o un resto de semen hallado en la escena del crimen. La otra es que el patrón se hereda, de tal forma que es posible conocer quiénes son nuestros padres y nuestros abuelos.
Adrian Targett, profesor del condado inglés de Somerset, quiso jugar con esta posibilidad y comparó muestras de saliva tomadas en su escuela con el esqueleto de un hombre prehistórico hallado en la comarca. La sorpresa fue que hubo una única coincidencia: la suya, de tal manera que ahora puede presumir que su árbol genealógico se remonta 9.000 años atrás.