Pena de muerte | > Índice de textos sobre la pena de muerte |
Los partidarios de la pena capital suelen formular tres argumentos básicos para justificar la muerte sancionada por el Estado de quienes quitan la vida a otro. Primero, la antigua ley del "ojo por ojo y diente por diente". Según Immanuel Kant, no un gobernador de Texas, ningún otro "castigo puede satisfacer a la justicia".
El segundo es un argumento utilitario: la pena capital disuade a muchos criminales de cometer asesinatos. Además, matar a los asesinos previene la reincidencia: al salir de la cárcel, podrían volver a matar.
El tercer argumento también es utilitario, aunque de calidad inferior: el Estado ahorra dinero matando a asesinos, en lugar de mantenerlos toda la vida en la cárcel a expensas de la comunidad.
Los abolicionistas responden con dos argumentos éticos. Primero, en una democracia moderna el castigo no sólo debe ser retributivo, sino que, además, debe rehabilitar al criminal para permitirle vivir en sociedad con otros seres humanos, pero, si bien se trata de un argumento convincente, quienes conocen las cárceles modernas reconocen que muchos internos no pueden mejorar... circunstancia que no se puede atribuir solamente a las condiciones de detención.
El segundo argumento ético se basa en el mandamiento "no matarás", que también prohíbe matar al Estado, pero este argumento resulta socavado por el hecho de que el Estado puede recurrir a la fuerza letal para prevenir crímenes graves o para entablar una guerra o luchar contra una rebelión.
Los oponentes de la pena de muerte se basan también en argumentos utilitarios. La pena de muerte es irreversible. Si un condenado resulta ser inocente, su ejecución no tiene remedio.
Además, los abolicionistas impugnan el efecto disuasorio de la pena de muerte. Tucídides, al relatar el debate de los atenienses sobre la pena que imponer a los mitilenos rebeldes, observó que "se ha establecido la pena de muerte para muchos delitos, pero, aun así, hay quienes corren riesgos cuando se sienten suficientemente seguros; resulta imposible impedir –ya sea por la fuerza de la ley o por cualesquiera otros medios de intimidación –actuar de determinado modo a una naturaleza humana decidida a hacerlo".
Los criminólogos han mostrado, estadísticamente, que en los estados de Estados Unidos en los que se ejecuta a los condenados los crímenes graves no han disminuido. Otros criminólogos sostienen que en ese caso se debería aplicar ese dato, si está fundamentado, a todas las leyes penales: todos los días se infringen prohibiciones penales; pero, si no tuviéramos esas prohibiciones, el número de delitos sería mucho mayor aún. A su juicio, la pena capital sirve al menos para limitar las inclinaciones homicidas de los seres humanos.
De modo que el debate
sobre la pena de muerte se reduce a un intercambio de opiniones éticas
y utilitarias en conflicto, pero no debemos quedarnos de brazos cruzados
y dejar de tomar
partido. Por mi parte, yo creo que la pena de muerte niega radicalmente
la doctrina de los derechos humanos, basada en el respeto de la vida y
la dignidad de los seres humanos.
Pero, nos opongamos o no a la pena de muerte, del debate se desprenden dos enseñanzas. Primero, la lucha por la dignidad humana y el respeto de la ley, como en el caso de cualquier lucha en pro de los derechos humanos, se debe a la iniciativa –y a su tenaz prosecución –de miembros de la sociedad civil, de personas más que de estados. Fue un representante de la Ilustración, Cesare Beccaria, el primero que abogó, en 1764,en unas pocas páginas de un libro transcendental, por la abolición de la pena capital.
De hecho, gracias a unos pocos pensadores y activistas, los estados han abandonado gradualmente principios antiguos. Como escribió hace siglos Tommaso Campanella, gran filósofo que pasó mucho tiempo en la cárcel y fue torturado por sus ideas, "primero se cambia la historia con la lengua y después con la espada". En la actualidad, asociaciones como Amnistía Internacional y Hands Off Cain son las que presionan a los estados en pro de la abolición de la pena capital. La segunda enseñanza es la de que el debate sobre la pena de muerte no debe acaparar toda nuestra atención.
Si queremos abolir el patíbulo, debemos luchar también por la prevención del crimen y contra la inhumanidad de muchas cárceles. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene proponer el encarcelamiento como sustituto de la electrocución si los internos son objeto de un trato inhumano y degradante?
¿Cómo podemos pasar por alto que un gran número de internos se suicidan –se aplican la pena capital a sí mismos –para escapar a la inhumanidad de su encarcelamiento? ¿Cómo podemos pasar por alto que en la actualidad muchos estados matan no sólo mediante la pena legal, sino también mediante asesinatos y matanzas en guerras civiles o internacionales o permitiendo la muerte por inanición?
En una palabra, la
oposición a la pena capital no puede ser un fin en sí misma,
pues es sólo un elemento de una lucha más general por la
dignidad humana.