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¿Por qué esa inoportunidad que cuantos deseamos la abolición de la pena de muerte in totum no acertamos a descubrir por ningún lado?
Ya dijo el poeta que "cada cosa es del color del cristal con que se mira", y esto explica perfectamente el equivocado concepto que la manifestación ha merecido al ministro y el que mereció y sigue mereciendo a los que deseamos firmemente que la pena de muerte pase a la Historia y que los chismes que sirven para ejecutar a los reos sean relegados a los museos de antigüedades, cumpliéndose así la noble aspiración del gran Victor Hugo.
El señor Barroso forma parte de un gobierno presidido por el señor Canalejas, quien no se ha recatado de manifestar, siempre que para ello ha tenido ocasión, que es enemigo de la pena de muerte y que la abolición de esta entra en su programa de gobierno.
Mientras ha sido jurisdicción ordinaria, digamos la civil, la que se ha visto en el sensible caso de condenar a muerte a un reo, no ha sido difícil, por lo visto, que la regia prerrogativa, asintiendo el consejo del Gobierno, otorgara el solicitado indulto. Y cuando esto ha sucedido buen cuidado se ha dado el señor Canalejas, en calidad de jefe del Gobierno, de hacer constar que durante su mando ni una sola vez se ha levantado el patíbulo y que, por lo tanto, el verdugo no ha realizado ejecución alguna.
Todo iba, pues, a gusto del señor Canalejas y también a gusto de cuantos deseamos que se destierre de nuestros Códigos la pena de muerte; pero ocurrió el caso grave de Valencia, en el que el soldado Cerdá mató a un sargento, y entonces todos los abolicionistas nos preguntamos: ¿Qué hará Canalejas en esta ocasión?
No hagamos historia, porque vale más no hacerla por muchísimas razones, y limitémonos a consignar tristemente que todo el peso de la ley cayó sobre el soldado Cerdá, sin que hubiera habido, que se sepa, el menor intento de indulto.
Más tarde sobrevino lo del Numancia y al ocurrir este gravísimo suceso ya no nos preguntamos nada los abolicionistas de la pena de muerte. Unicamente nos limitamos a deplorar lo sucedido, a compadecer a cuantos delinquieron y a dolernos de que en el seno del Gobierno prevaleciera un criterio cuando se trata de la jurisdición ordinaria y otro talmente opuesto cuando la jurisdición es la militar.
Y apenas fue un hecho el fusilamiento del fogonero Sánchez Moya todo el mundo se pregunto: ¿Qué singular noción de la justicia es esa?
Nada tiene, pues, de extraño, que en una u otra forma se manifieste públicamente el profundo disgusto que a la opinión democrática ha producido esa ambigüedad de criterio respecto a la pena de muerte. Si un Gobierno incurre en la censurable falta de inconsecuencia, ¿qué menos puede hacerse que llamarle inconsecuente?
En la manifestación que el domingo se celebró en nuestra ciudad cualquiera pudo adivinar este carácter. Cualquiera pudo ver en ella una protesta contra la falta de entereza del Gobierno, que, después de haber salvado la vida a cincuenta sentenciados, no tuvo la suerte de coronar su obra elevando la cifra anterior a la de cincuenta y dos.
Y como la verdad no pocas veces es amarga, ya tenemos explicado por qué al señor Barroso le pareció inoportuna la manifestación abolicionista del pasado domingo.
Es que los abolicionistas de la pena de muerte, señor ministro, no admitimos el especialísimo criterio de que las reformas que son posibles en el orden penal no puedan hacerse extensivas, según se ha dado ya a entender categóricamente, al Ejército y a la Armada.
Va para largo, a juzgar por las noticias recibidas, la reapertura de las Cortes, y como cuando esto suceda hay que discutir ante todo los presupuestos, sabe Dios cuando le llegará el turno a ese decantado proyecto de ley proponiendo la abolición de la pena de muerte. Sin embargo, cuando este caso llegue, si es que llega, será preciso apurar todos los medios legales para llevar al ánimo de nuestros legisladores el convencimiento de que la pena de muerte ha de ser abolida para todos los españoles indistintamente, paisanos y militares.