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La mayoría aún no han cumplido 10 años, pero ya tienen marido o mujer asignada de por vida. Aunque son ilegales en la India, las bodas entre niños siguen celebrandose en las zonas más retrasadas del país.
Premi y Kamu. Sushila y Gauri. Manju y Sures. Y otros muchos, como un carnaval infantil. Niñas bellísimas, con los rostros ocultos por pesados velos de color bermellón y oro, las muñecas unidas por un hilo rojo, las palmas de las manos y las plantas de los pies decoradas con mancha (henna). Hombrecillos espectaculares, con las cabezas ceñidas por turbantes tan grandes que les hacen parecer aún más pequeños. ¿Cuántos años pueden tener? ¿Diez? ¿Doce? Algunos, menos: siete, tal vez cinco.[...]
La costumbre es ilegal desde hace casi 70 años --cuando la India estaba gobernada por los ingleses--, y está castigada con multas de miles de rupias, unas cantidades prohibitivas para la región. Aun así, la tradición se repite todos los años sin falta en zonas especialmente atrasadas de Rajastán, Madyah Pradesh, Gujurath, Bihar, Bengala occidental: es la India del norte profundo, la más aferrada a las tradiciones; al sistema de castas, a las inmutables "leyes de la nayuraleza".
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Decenas de miles de niños cada año: es difícil establecer el número exacto, pero el fenómeno va en aumento. Las autoridades cierran un poco los ojos, y las escuelas (donde existen) los cierran del todo. Los asistentes sociales, pese a sus sermones sobre planificación familiar, educación sexual, anticoncepción, el peligro de mortalidad infantil, el derecho a la niñez (y a una formación profesional también para las niñas), se retiran con el rabo entre las piernas. Y la fiesta sigue adelante.
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Porque el dinero, en definitiva, es lo que importa. Estos niños se ven obligados a casarse en plena infancia para limitar el valor de la dote, que aumenta de forma directamente proporcional a la edad de la niña. La ceremonia colectiva permite contener los gastos: un solo pandit, una sola shamiana (tienda) grande, una sola agencia para alquilar los jeeps, y una sola ocasión para trasladar, alimentar y alojar a todos los familiares. A los pequeños se les empareja sin que se hayan visto nunca, a veces nada más nacer. Sólo así se aplacan las ansias paternas de colocar, sobre todo, a las niñas (que, debido a la dote, se consideran una maldición para las familias), o, por el contrario, para asegurar para cada hijo una esposa (que puede ser la única oportunidad de enriquecerse: una bendición, por tanto).
Los interesados no tienen apenas tiempo de verse el día del Akha Teej. Él, arrebujado en su traje de hombrecillo; ella, oculta tras el velo, ambos muy conscientes de que aquello no es una fiesta, sino un funeral: el final de la infancia, la incorporación a la vida de adultos, la asunción de responsabilidades que les vienen grandes, y sin que nadie se haya molestado en consultarles. Se encontrarán por primera vez más tarde, ya casados. Y hasta que la niña no alcance la pubertad no irá a vivir con él; entonces se dedicará a hacer lo que se espera de una mujer de pueblo: ir a coger agua, trabajar en el campo, ayudar en la cocina, esparcir el estiércol de vaca por el suelo para alejar a los mosquitos, respetar a los ancianos, cuidar a los niños. Y fabricar más niños. Porque la tierra necesita hijos.
No importa que sean prematuros o nazcan con deficiencias, no importa la debilidad de una madre que todavía no ha terminado de crecer, no importa que el marido adolescente pueda tomar la decisión de repudiar a su esposa niña e infligir a su familia la vergüenza (y el perjuicio económico) de tener que acogerla de nuevo en casa. 0, peor aún, que decida emigrar a la ciudad y encuentre seguramente otra pareja, con lo que condenará a una viudedad todavía más humillante a la que ha quedado en el campo. No importa que, ante las urgencias de la vida, todo deba pasar a segundo plano: la escasa escolarización conseguida a duras penas hasta el día anterior, los conocimientos justos para saber hacer las cuentas, leer, por lo menos, los titulares de los periódicos, firmar un pedazo de papel. Lo único que importa es seguir los intereses de la comunidad, casarse dentro de la casta a la que se pertenece; los Jat, los Meena, los Guijar, los Ahir, los Bheel.[...]
Prosperidad, en esta región, significa vacas y hectáreas de tierra. Quien produce un mínimo de 40 litros diarios de leche es un sarpanch saab, alguien importante, alguien que puede dictar sus propios términos. Aunque tenga más hijas que hijos, no tendrá ningún problema para casarlas, una tras otra, debidamente provistas de su dote. En cambio, para el padre que tiene más hijos varones que hijas (y no es un sarpanch saab), la única esperanza es casar a los chicos lo antes posible, para poder reunir, gracias a las dotes de las nueras, el dinero suficiente para colocar también a las hijas. En esta zona del mundo, la familia es como una inversión o un billete de lotería: puede salir bien (más hijos varones que mujeres) o puede salir mal (una retahíla de mujeres desde la primera gestación); pero cuanto antes se empiece, mejor, porque siempre se puede volver a intentar. Si a la precocidad se añade el ritmo elevado (un embarazo cada 14 meses), las probabilidades de que salga bien aumentan. Y, en el caso de las hijas no deseadas, siempre queda el infanticidio: una comadrona se encarga de estrangularlas nada más nacer. El problema de la superpoblación, en las áreas rurales y más pobres de la India, se explica con facilidad porque los hijos varones son los únicos que cuentan, en el sentido literal del término. De ahí que la carrera hacia el contrato matrimonial pueda comenzar incluso antes de que los interesados hayan venido al mundo, con la intervención de alcahuetes, astrólogos y jefes de tribu. Es frecuente el caso de niños casados cuando tienen sólo unos meses, entre llantos y en brazos de unas madres adolescentes; tan pequeños que caben en un tahli (la bandeja en la que se sirve el plato vegetariano típico). 0 de hermanos casados en serie; niños de tres, cinco, siete, 12 años: se paga una sola boda y se coloca a cuatro de golpe.
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