Homofobia, minorías sexuales | > Índice de textos sobre homofobia |
Este autor es partidario de la felicidad individual y aún más de los lectores felices, que, a diferencia de las gallinas felices, ni ponen huevos caros ni madrugan.
Cada uno aspira a la felicidad a su manera, y si encima es padre, aspira a la suya y a la de sus hijos. No digamos si gobierna: lo suyo es repartir felicidad y recibir votos.
El Gobierno aprobó ayer el proyecto de ley sobre la transexualidad que abre el cambio de sexo a partir de los 12 años, una edad en la que en mis tiempos -que no son estos- solo cambiabas cromos.
¿Tengo una opinión clara? No. Lo único claro son las dudas, espero que razonables. En cuestión de muy pocos años, diría que meses, la transexualidad ha entrado en la sociedad con mucho empuje. A diferencia de la Reserva Federal y los tipos de interés, la gente habla de la transexualidad como se habla del tiempo, las vacaciones o los patinetes: todo el mundo opina.
De repente, desde todos los ámbitos -familia, amistades, entidades deportivas, centros educativos-, te cuentan casos de menores con serias dudas de género. Y esta sociedad española, bastante tolerante, diría yo, se esfuerza porque ningún niño sufra. Los exniños preconstitucionales los primeros. No es nuestro mundo, pero tampoco nos hemos ido ni queremos fastidiar a nadie.
Yo lo que percibo es que cada vez hay más niños con problemas de identidad sexual y empiezo a pensar que en lugar de estar solucionando dramas íntimos los estamos multiplicando. Juraría que los niños quieren certezas incluso cuando alcanzan la mayoría de edad y el mensaje social va en la dirección contraria estimula las dudas, de ahí que sepamos tantos casos en poco tiempo. No frivolizaré hablando de una moda, pero sí detecto un crecimiento muy elevado, sospechosamente elevado. Esto no va de tatuarse o no...
¿Estamos dando soluciones o zozobras a los menores? En cuestión de cambios radicales de los usos y costumbres, nadie quiere parecer retrógrado. Y actuamos de buena fe, pero algo me dice que el discurso social e institucional crea unos críos más inseguros que felices. Y eso no supone defender el inmovilismo.