Dos depauperadas repúblicas sudamericanas llevaban varios años luchando por un pedazo de desierto fronterizo. Los efímeros presidentes enviaban batallones de desharrapados que a veces bebían aguardiente juntos y a veces se enfrentaban encarnizadamente. El periodista inglés que enviaba sus crónicas a Buenos Aires tuvo la fortuna de acompañar al general vencedor en la batalla decisiva. Un atardecer ventoso, tras la victoria, pudo cabalgar junto a él, cubierto con un sobretodo. Sus caballos esquivaban los cadáveres que yacían sobre el pedregal, y el general saludaba con el brazo en alto a las tropas que lo vitoreaban.
-¿Tanto sacrificio por este páramo estéril, mi general? -preguntó el periodista inglés-. ¿Acaso hay bajo estas piedras algún valioso mineral? ¿Alguna veta? ¿Oro, quizás?
-Nada de eso -respondió el general-. Ahora descabalguemos. Estoy hambriento.
Luego, el periodista se esforzó en seguir al general en medio del tumulto.
-¿Por qué entonces, general? ¿Por qué?
El general, sin dejar de repartir saludos con las manos, se volvió para mirarle y con lentos gestos de sus labios respondió.
Pero los vítores, los chillidos de los soldados, impidieron que el periodista comprendiera.