Remedios no tiene remedio. Siempre ha estado ahí. Pendiente, dispuesta, sin fisuras. Antes, cuando trabajaba en la mercería, nadie sabía de dónde sacaba el tiempo. Ahora, jubilada, tampoco. Mil batallas, mil razones para seguir en primera o en última fila, mil causas que atender, mil derechos que reclamar. Protagonismos, los justos.A sus setenta y tantos, Remedios acompaña al recién llegado, protesta por un desahucio, defiende lo público, y firma lo que en justicia haya que firmar. Parece como si no le costara esfuerzo alguno. Es su ADN, su manera de entender la vida.
La veo a veces en el mercado, con su carrito, acompañada de su marido Ernesto, o de su nieta, que lleva el mismo camino que ella. Algunas personas la saludan de lejos. Otras se paran para consultarle algo, para que escuche. Siempre lo hace con atención; a veces es la mejor medicina.
Remedios ha nacido y muerto cientos de veces. En el barrio hay un pequeño cementerio dedicado en exclusiva a las personas que, como ella, no tuvieron miedo ni remedio, que no se conformaron solo con vivir. Siempre hay flores, algún papel manuscrito, alguna vecina, algún vecino.