Apenas se distingue al hombre al fondo de su celda, un oscuro triángulo sin ruido, sin ventilación, sin compañía. Hay dos únicos muebles: una tabla sobre dos apoyos que imita una mesa, y una silla de precaria estabilidad que soporta cada día menos el peso del hombre prisionero. Pero el prisionero escribe, casi a ciegas, en unos viejos rollos de papel. En ellos cuenta la historia de Axel, un prisionero que consume sus días en una diminuta celda triangular. Axel no soporta el hedor propio ni las extrañas sombras que proyectan las paredes. Le cuesta conciliar el sueño y jamás sueña. Pasa las horas, las lentas horas triangulares de su vida garabateando en unos viejos rollos de papel la historia de un recluso que desespera en su vigilia, encerrado entre las tres paredes de una cárcel de la que sabe que no saldrá. Su nombre es Brenon, y a buen seguro caería en la desesperanza de no ser porque dedica casi todo su tiempo a narrar el triangular e inmóvil suplicio de Cristian, nombre del angustiado prisionero cuyo único quehacer consiste en urdir las horas de un desdichado hombre que no saldrá jamás de su cárcel equilátera, David. Pero David narra a Ernesto, Ernesto a Fiodor, Fiodor a Gastón y así sucesivamente hasta que cierto día, un día a cierta hora, el último de los prisioneros idea un modo de escapar: Zeno, en lugar de continuar describiendo los infinitos días de cierto personaje en una prisión triangular, intuye una presencia a sus espaldas y, tras dudar un momento, se dirige a Yago, que era quien escribía su historia. En ese mismo instante, Zeno queda libre. Con la inmediatez de una luz, Yago presiente que algo sucede y casi sin darse cuenta garabatea el nombre de Xavier, y entonces queda libre. Luego Xavier menciona a Walter, éste a Viltias, Viltias escribe a Utor, éste a Tames, y así sucesivamente todos los prisioneros van quedando libres hasta que, soltando la pluma y sin poder dar crédito, el primer hombre franquea el portón de hierro de su celda triangular.
Pero mi celda, no. Mi celda no se abre.