Era un niño flaco, feo, huérfano, solitario; el más triste de los niños. Su primera alegría, una vez reunidos todos sus ahorros -fruto de privaciones y esfuerzos-, fue comprarse unos grandes globos de colores en la feria, el día de la fiesta de la ciudad. Y, esbozando una sonrisa -gesto impropio en el muchacho-, comenzó a ascender lentamente hasta que, cuando ya estaba casi a la altura de las nubes más bajas, unos cuervos picotearon los globos, haciéndolos estallar.